El 6 de Diciembre de 1913, había soltado amarras desde las instalaciones porteñas de la Sociedad Sportiva el mencionado globo, cuyos tripulantes se proponían realizar una travesía hasta Mendoza. Eran ellos el teniente piloto Hernani Mazzoleni, los tenientes Edgardo Benavente, Agustín B. Verona y Eliseo Pisano y el entonces periodista de origen chileno Carlos F. Borcosque, quien años después adquiriría notoriedad primeramente como crítico de cine y luego como realizador de películas.
El globo, luego de navegar a la deriva algunos cientos de kilómetros por el territorio bonaerense, acertó a dirigirse más al sur, y fue así que para sorpresa de muchos tresarroyenses madrugadores, alrededor de las 6 de la mañana del día 7 de Diciembre se lo vio surcar el cielo de la ciudad. A las primeras voces de los vecinos que divisaron el aparato acercándose, que según relatan las viejas crónicas fueron los recolectores de residuos domiciliarios, se sumaron prontamente las de muchos otros habitantes, generalizándose así un clima de bullicio y gritería ante la insólita visita.
Se pudo advertir que el globo seguía su trayectoria a baja altura, atravesó la ciudad y enfiló en dirección al sur. Se lo vió en primera instancia por el sitio donde se encuentra hoy la intersección de las rutas 3 y 228, mientras que al alejarse lo hacía en dirección al cementerio. Algunos de los testigos del hecho relataron además que podía divisarse a varias personas a bordo del aerostato.
Antes del mediodía se había podido establecer ya que el “Eduardo Newbery” había ido a caer en la estancia “San Francisco”, cerca del puesto de Bargas a unos dos mil metros del mar, a cargo del señor Urrutia, quien fue el primero en llegar. Y luego, a través de una comunicación que hizo llegar el administrador de la estancia, señor Pedro Chimondegui, se señalaba que el aparato había caído a las 7,30 y que se había hecho saber la novedad al jefe de policía, que era el comisario Fabio Dazo, quien había adoptado las medidas del caso. Coincidentemente, se encontraba en la ciudad el entonces diputado provincial Pedro N. Carrera, quien era socio del Aero Club Argentino y amigo personal de la familia Newbery. Al ser anoticiado del percance, ofreció su automóvil, que era uno de los pocos existentes por entonces en Tres Arroyos, el que fue utilizado por el comisario para llegarse hasta el lugar. El policía fue acompañado por el médico de la repartición, doctor Víctor Grau, y otras dos personas, con los elementos de primeros auxilios que el caso requería.
Al anochecer la comitiva regresó a la ciudad trayendo consigo a dos de los tripulantes del globo. Eran los tenientes Eduardo Benavente y Eliseo Pisano, mientras que los tres compañeros restantes, — Borcosque, Varona y Mazzoleni– permanecían en el campo recibiendo atención debido a las heridas que recibieran en la caída.
Los tres fueron trasladados luego al Hospital Pirovano, donde completaron su curación sin inconvenientes. Allí Borcosque hizo un pormenorizado relato de la aventura, (Ver Viaje del globo, interrumpido) cuando los tripulantes de “Newbery”, luego de haber comprobando la desviación del aparato a causa de los vientos, llegaron a divisar el océano.- Ante el peligro inminente de que se estrellaran contra las aguas y perecieran ahogados, debieron rasgar el globo, precipitando así su caída en los médanos, aún a riesgo de recibir graves lesiones, que por fortuna no se produjeron.
El “Eduardo Newbery”, que había resultado bastante averiado a raíz de la frustrada aventura, fue convenientemente reparado una vez que se lo trasladó a Buenos Aires. Tiempo después, con el mismo globo, Bradley y Zuloaga lograrían concretar el cruce de la cordillera de los Andes.
Datos del Diario La Voz de pueblo del 09/12/1988 y Museo Regional de Claromecó Aníbal Paz.
Viaje en globo, Interrumpido
Relato de uno de los ocupantes del globo: Señor Carlos Borcosque
El periodista y director cinematográfico Carlos Borcosque, que tuvo dilatada actuación en esta actividad, fue siempre proclive a emprender aventuras, sin arredrarse ante el peligro. Una de ellas, la protagonizada en un vuelo en globo, la narró en un apasionante artículo aparecido en la revista “Fray Mocho”, en 1914, detallando los azarosos momentos que vivió junto a sus compañeros, antes de finalizar bruscamente el itinerario, casi trágicamente en los campos de San Francisco de Bellocq, en las proximidades del balneario. Por considerarlo de interés para un aporte anecdótico, lo transcribimos a continuación:
Una salida nocturna en globo, tiene necesariamente su mucho misterio, no solo por el momento mismo de la partida, en medio de la obscuridad, sino por todos los preparativos por todo aquel deslizarse de sombras en la pista, llevando bolsas de arena, llenando por sus cuatro rincones la canasta de víveres y paquetes, colocando las palomas en las paulitas, y en fin, cuidando los mil detalles de los que más tarde puede depender la vida de los que vayan en el aparato.-
Supongo que habréis leído todos, como niños curiosos, hace muchos años, y como lectura amena para períodos de convalecencia más tarde, “La isla misteriosa”, de Julio Verne, y recordaréis por lo tanto aquella salida, durante la noche, en la plaza de Richmond. Al subir yo a la barquilla, el 6 de Diciembre de 1913, a las 9.40 de la noche, recordaba aquello, y como tengo el humano defecto que poseía la lechera del cuento, imaginábame un personaje de aquella historia. Y no iba tan descaminado en mi fantasía.
El viento soplaba con fuerza cada vez mayor, y teníamos por lo tanto la perspectiva de una mala salida, con muchas posibilidades de ir a dar con la canasta contra un tanque colocado a gran altura, en uno de los extremos de la pista del Pabellón de las Rosas, y hacia donde el viento había de llevarnos.
La balanza del globo fue pronto hecha y llegó la señal de partir. La salida fue mala y mis predicciones hubiéranse cumplido a no sujetar la canasta el pelotón de soldados que nos ayudaba antes de que se elevara. Fue llevado más lejos el globo, una segunda señal y arriba! Salvamos sin deslastrar todos los obstáculos y comenzamos nuestro viaje. Arriba, una obscuridad completa. Pero mirando hacia abajo. . . Antes , un pequeño preámbulo necesario.
EL OBJETO DEL VIAJE
Es preciso decirlo al comienzo. El 11 de noviembre pasado, Hernani Mazzolleni, nuestro excelente piloto, establecía en globo un interesante récord de duración que, como acompañante suyo, relaté en un número anterior de “Fray Mocho”. Se trató de un viaje de diez y ocho horas treinta y cinco minutos. Una vez hecho, proyectábase otro, esta vez de mayor importancia. Intentaríamos todos los récords que fuera posible, pero sin sacrificar la duración del viaje, que era nuestro principal objeto. Y he de hacer la salvedad que creo indispensable, de que iba a tratarse de una ascensión particular, costeada por los oficiales y el piloto. Y si digo esto, es porque considero la actitud de los bravos muchachos bien digna de elogio al hacer gastos que, seguramente, no corresponderían a ellos. Yo fui galantemente invitado y no desperdicié naturalmente la oportunidad de un viaje como ese, tan lleno de enseñanzas.
El material que íbamos a llevar fue bien elegido. En la parte científica podíamos hallar barógrafos registradores de 0 a 5000 y de 5000 a 10.000 metros, para problemáticos casos de un récord de altura; altímetros compensados de esferas, barómetros, termómetros; higrómetros, estatoscopios, brújulas de toda especie y, en fin, todos los pequeños aparatos que nos servirían para hacer interesantes observaciones. Además, un “balón” de oxigeno y sus inhaladores, lámparas eléctricas, cartas geográficas, etc. Luego – y esto era bien importante por cierto – provisiones de boca al por mayor, incluso algunos líquidos para levantar el espíritu en los malos ratos. Creo que llevábamos bastante.
EL VIAJE NOCTURNO
Es difícil describir una ciudad—y máxime tan populosa como Buenos Aires—observada a trescientos metros de altura, durante la noche. Semejaba una decoración fantástica. Eran millones de lucecitas; pensad en los faroles de cada cuadra, en los focos de automóviles y de los tranvías, y todo ello con un fondo negro que partía un murmullo más lejano cada vez. Figuraos todo eso, pero no sabréis aun lo que es una ciudad nocturna desde el espacio. En la Avenida Alvear una interminable caravana de dobles puntitos azulados, corría por la serpenteada calle. Era el eterno desfilar de los autos.
Nuestro globo avanzaba mucho, las luces se alejaron, y media hora más tarde, después de pasar sobre Morón, comenzaba para nosotros la obscuridad y el silencio de una noche de campo. La luna nos hacia compañía; siquiera era algo.
La primera guardia tocó a Varona. Solo era preciso ocuparse del altímetro, a pesar de que toda la noche el aerostato se equilibró entre los trescientos y cuatrocientos metros, sin gastar un puñado de arena. Llevábamos en lastre, incluso las provisiones, alrededor de seiscientos kilos.
Los cuentos alemanes – Franz está siempre de moda—nos entretuvieron un rato. Debo hacer notar que el primer chiste de a bordo fue obra mía.
Dos horas más tarde Benavente tomó la guardia, haciéndole yo compañía. Sin embargo todos íbamos despiertos a pesar de que el viaje tornábase monótono al llevarnos el globo sobre una región abandonada en que escaseaban hasta las casitas. La primera dirección— y era para alegrarse por cierto—marcábase oeste, con una insignificante derivación al sud. La Oficina Meteorológica nos había asegurado un viento este hasta San Luis, y no podíamos quejarnos de esa dirección, que nos llevaría a la cordillera. Pero, o aquellos se equivocaron o el viento nos jugó una mala pasada. Lo cierto es que, encargado de obtener la ruta exacta, notaba cada vez más una desviación mayor al sud. Nos habíamos conformado por último a seguir así. Iríamos a La Pampa, a Bahía Blanca, más o menos.
Corríamos con una velocidad fantástica que calculamos en 40 kilómetros y que ha resultado superior a 60 kilómetros al comprobar nuestro recorrido. A la uno de la mañana cruzamos una serie interminable de lagunas no muy grandes. Desorientados por la falta de puntos de referencia, comenzamos a inquirir datos cuando se acercaba un ranchito. Preguntamos el nombre de aquel paraje y un amable paisano nos envía a gritos su apellido. Interesante dato para la orientación.
SALVAJISMO
La frase será dura, pero la encuentro merecida. Cuando uno siente que con la más perfecta calma se le envían desde abajo algunos pedazos de plomo con el digno propósito de bajar el globo, agujereando la tela o el cuerpo nuestro, cualquier reproducción es poca. Durante toda la noche y aun hasta las seis de la mañana, sentimos diez y siete disparos, habiendo podido comprobar varias veces el rancho de donde partía el fogonazo. Hecho inevitable y difícil de castigar, pero necesario por lo menos dejar constancia de él.
LA COMIDA A BORDO
Amanecía – parece esto el comienzo de una novela de entregas—y se decidió por aplastante unanimidad hacer la primera comida a bordo. Del vino ya nos habíamos acordado un rato antes, sentados todos en el fondo de la canasta, nos ocupábamos en la grata tarea de dar cuenta de un pollo, y para agriarnos el momento sonó un balazo. Con cómica indignación, una botella en una mano y una pata de pollo en la otra, Mazzoleni lanzó por sobre la baranda, un sonoro Salvaje! Que no alcanzó a conmover al mundo. Luego volvió a la cuestión gastronómica.
EL ÚLTIMO SUEÑO
La falta de orientación nos preocupaba. Sin embargo, para alegría nuestra, cruzamos a las 6,15 a.m. una ciudad que, por sus líneas férreas y disposición general, confundimos botánicamente con Olavarría. Era Tres Arroyos. El calor solar dilatando el gas impulsaba la aguja de nuestro altímetro y conseguimos fácilmente mil trescientos metros. Fue una imprudencia dejarlo subir? Creo que no, basado sobre el error de orientación. Siendo Olavarría aquella ciudad, teníamos antes del mar doscientos cincuenta kilómetros. Había tiempo para descender. La curva que el viento nos hacía describir desde la salida, continuó desviándonos y marchábamos ya al sudeste. Imposibilitados para hacer duración, trataríamos por lo menos de cubrir la mayor distancia posible.
De seis a siete he dormido, a las 7,15 –recuerdo que miré el reloj—un “amable” puntapié de Mazzoleni me despertó. Triste despertar! Casi abajo nuestro brillaba el océano.
EL ACCIDENTE
Cómo nos dejamos llevar hasta allí? La respuesta es fácil. La bruma baja nos ocultaba en parte la visión de la tierra, y el mar con su color verdoso y sus manchas más claras nos pareció una inmensa llanura verde. Solo una línea blanca, formada por la espuma y la arena brillante, nos dio la clave, ayudados por cierto, por los potentes gemelos de Benavente. Una sola frase –el mar! – bastó para hacernos comprender la situación. Pocas palabras tan elocuentes y una elocuencia aterradora como esa. Creo que en los cinco cerebros apareció el recuerdo del “Pampero”. Pero –y dejemos a un lado ciertas modestias—esos mismos cinco cerebros raciocinaron fríamente y lo que había que hacer se hizo.- Era preciso ante todo realizar un descenso veloz, evitando así la derivada al océano que hubiera producido una bajada normal. Se valvuleó, pues, intencionalmente, con exceso y la aguja del altímetro comenzó con una velocidad que enfriaba a disminuir altura. Mazzoleni ocupábase tranquilamente de la cuerda del desgarre, teniéndola en tensión para el momento en que fuera necesaria. Además ayudado por uno de los oficiales, había colocado una bolsa de arena sobre el borde de la canasta. Varona cortaba entre tanto la ligadura del ancla, y yo, inclinado, esperaba el momento en que el guiderope tocara suelo. Cuando ello ocurrió, grite a Mazzoleni y en el mismo momento sentí el ruido del desgarre y vigilé. Pissano tiraba el ancla y Benavente una segunda bolsa de lastre. Era imposible mirar la tierra. Y luego, los cinco reunidos en el centro de la canasta, esperábamos en silencio el choque.
Este fue brutal. Un ruido en el que se mezclaba el de las botellas y aparatos rotos, nos invadió, desvaneciéndonos por un momento. Al golpe siguió un rápido arrastre, con la barquilla volcada, frenando después de cuarenta metros, al morder el ancla que, torcida y semirrota, había abierto un largo surco.
Y, lamentablemente, del fondo de la barquilla, mezclados entre un enorme montón de cosa rotas, de canastas, de arena y aparatos; fuimos saliendo uno a uno. Mazzolini, arrastrándose lentamente, logró desasirse. Yo pude hacerlo caminando para caer tendido a dos metros más allá. Y así todos. Sin embargo, repuestos del golpe, y sin mayores lesiones, Benavente y Pisano se incorporaban. Aquello era un campo de batalla. Todos tendidos por el suelo, entremezclados con mil cosas rotas sobre el pasto. Y el viento soplaba terriblemente, dejándonos oír apenas el ruido del mar que quedaba solo veinte cuadras y del que tan milagrosamente acabábamos de escapar.
Y volví a acordarme de la “Isla Misteriosa”.
Aquella llegada junto a la costa después de un aterrizaje brutal y el espectáculo de aquellos cinco náufragos del aire, todo ello y el estado de mi cerebro ayudóme en mi fantasía. Y tuve la pretensión de ser Harbert. Tendríamos entre nosotros un Ciro Smith? La realidad me lo demostró. La figura de aquel que no pierde nunca su sangre fría y que sabe ser compañero en los momentos en que se le necesita, la encontré en el teniente Benavente quien, ayudado por Pissano, se ocupó de todo sin olvidar nada.
LOS PRIMEROS AUXILIOS
Felizmente se trataba de un continente habitado y no de una isla desierta…
Un paisano a caballo fue la primera manifestación de vida que nos llegó en aquel campo cerrado al este por el mar. Él fue quien avisó a la estancia más cercana, San Francisco de Bellocq, la noticia de nuestra caída.
Entre tanto dos paisanos ayudaban a los oficiales en la tarea de envolver el globo, guardándose todos los aparatos rotos dentro de la barquilla. Yo poco a poco había logrado arrastrarme hasta las palomas mensajeras, y tendido en el pasto comencé a escribir los despachos. Fue preciso ayudarme para soltarlas.
Un cuarto de hora después, doce animalitos alejábanse llevando cuatro de ellos un mensaje. Pensé hacer algunas fotografías, mi máquina tenía el obturador hundido por el golpe.
De la estancia de que hablo llegaba más tarde en automóvil el administrador señor Pedro Chimondeguy, siendo a él y a su señora esposa a quienes debemos el cúmulo de tenciones que se nos prodigaron durante nuestra estadía. En el mismo auto fui llevado a la estancia, en otro los oficiales, en un carro con una camilla Mazzolini, y en otro el globo. Era todo un cortejo.
Hasta el lunes al mediodía permanecimos allí. El mismo domingo a las once de la mañana llegaban de Tres Arroyos enviados por el intendente municipal y el comisario de policía, el señor César Orozco en representación de aquel, un oficial de la repartición, el médico doctor Grau y algunos periodistas. Se nos efectuó la segunda cura, pues la primera había sido hecha en el mismo lugar de la caída.
La vida tranquila de la estancia subyuga al que viene de la ciudad, y de que buena gana me hubiera quedado allí algunos días descansado y tomando baños de mar.
Pero habría sido un abuso y teníamos urgencia de regresar. Entre las manifestaciones de cariño de todos, habiendo recibido antes de partir un amable telegrama de la señora de Bellocq, abandonamos aquel simpático sitio. Vaya a ellos nuestro más sincero recuerdo.
EN TRES ARROYOS
Aquí las atenciones continuaron. El intendente municipal, quien no permitió hiciéramos el más mínimo gasto, el señor comisario Dozo, y muy especialmente el señor César Orozco, excedieron su nota de amabilidad para con nosotros.
No hemos hecho desgraciadamente ningún record. Solo hemos podido restablecer el anual de distancia con 506 kilómetros en línea recta y cerca de setecientos cincuenta de recorrido exacto. La velocidad hecha constituye también un record. Pero no se ha perdido todo. Tenemos por lo menos un puñado de enseñanzas que recoger y además faltan aun muchos días antes de que termine el año, y no creo que la cama sea tan egoísta que nos retenga para impedirnos intentar nuevamente la aventura. . .
Datos del Libro “Claromecó 1920-1970”
Luis Satini
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