Es un dÃa de mayo de 1982 y el teléfono “especial†suena en la Sala de Pilotos de una base aérea. Alguien se abalanza y lo atiende. Desde el comando de la Fuerza Aérea Sur recibe una orden fragmentaria. Hombres y aviones deben prepararse para un ataque.
Los tripulantes repasan las alternativas de la misión mientras sus aeronaves, debajo de una nube de mecánicos y armeros, son configuradas para cumplir la misión. Un suboficial calza la escalerilla sobre el borde de la carlinga. Un joven piloto asciende y se ubica en el estrecho compartimiento. Se cierra la cúpula de plexiglass. El jefe de la escuadrilla gira el Ãndice encima del casco, y las turbinas comienzas despedir sus largas llamaradas de arranque.
Luego, el carreteo hasta la cabecera, el OK de la torre de vuelo, potencia al máximo y el A-4B se acelera sobre el asfalto húmedo de la pista. Los ojos del piloto están pendientes del indicador de velocidad, pero sabe que deberá descuidarlo por un segundo y dedicarlo a mirar hacia un costado…
Los hombres de apoyo técnico del escuadrón A-4B desplegado en RÃo Gallegos – como sus colegas de las demás bases aéreas – sufrÃan a diario, la incertidumbre del regreso de los aviones que habÃan volado al combate. Calculaban los tiempos de navegaciones, escuchaban las transmisiones radiales e intentaban saber que ocurrÃa: si los blancos habÃan sido alcanzados, cuántos aeronaves regresaban… luego, se agolpaban en la plataforma y trataban de mirar más allá del horizonte, de descubrir los puntos Ãnfimos que les devolverÃan tranquilidad.
Una mañana, uno de los mecánicos propuso una forma de acercar a los pilotos que partÃan el apoyo incondicional de los hombres de tierra. Consiguió una bandera, la colocó en un mástil improvisado y la transformó en sÃmbolo y compañera obligada de las despedidas. En cada misión, los que quedaban libres de servicio se ubicaban al costado de la pista, y uno de ellos la hacÃa flamear al paso del avión. El piloto, compartiendo el mismo espÃritu de entrega y de amor a la patria, robaba un instante a su concentración, alzaba la mano y los saludaba agradecido.
Los aviones se alejaban, pesados, con su carga de combustible y bombas, lentamente cobraban altura y desaparecÃan. Los hombres en tierra iniciaban la vigilia, la espera angustiosa de ver regresar a sus pilotos.
Muchos no volvieron, pero a sus compañeros del escuadrón técnico les quedó el consuelo de saber que la última visión fraterna que tuvieron fue aquella sencilla bandera enarbolada desde lo alto de su sentimiento y admiración.
Aveguema
Luis Satini
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