El Cabo con el mameluco azul

Días después de pasar por la Isla Bougainville, el bote naranja con el fantasma del Capitán a bordo se adentra en el canal San Carlos y se arrima hasta la costa rocosa de la Isla Soledad.
Hacia el norte y hacia el sur, las últimas ondulaciones de las sierras centrales se hunden en el mar. En la línea de la rompiente, oscuros peñascos se asoman entre las olas como centinelas de una pequeña ensenada rodeada de acantilados.
Es tan fina la arena donde encalla que el bote, fácilmente, se desliza un par de metros, playa adentro, empujada solo por la espuma.
Sin desembarcar todavía, el Capitán divisa muy cerca de él a un cabo aeronáutico vestido con un mameluco azul. Junto al bote, está sentado, la cara larga de pómulos altos, apoyada sobre las rodillas, las piernas recogidas sostenidas por las manos a la altura del empeine.

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El cabo con el mameluco azul, conductor motorista, además buen mecánico —como se autotitula Hugo Varas cuando el Capitán le pregunta su ocupación— ni se mueve. Ignora por completo al recién llegado.

El Capitán, sin marcar la arena con sus pisadas, baja del bote y se le acerca extrañado. Lo observa con atención. Los ojos redondos, aindiados, increíblemente verdosos del cabo Varas, sin pestañear escrutan un punto indefinido del estrecho.
El Capitán, apuntando la vista en esa dirección, no ve nada. Eso sí, oye el gritar de muchas personas.
—Cabo, ¿por qué no se pone de pie? ¿O no me vio llegar? — pregunta el Capitán, molesto por la indiferencia e intrigado por los gritos.
Despacio, el interpelado levanta la mirada y como si le doliera el cuerpo, se queja. Cansino, se endereza.
—Ufa, ¡acá también! —exclama fastidiado, parándose al costado del Capitán.
Ambos se quedan mirando el centro del canal, oyendo el coro lastimero que brota del agua.
—Bueno, al menos podría saludar. Por peor día que uno tenga, se puede ser respetuoso. ¿No? Además, no sé por qué está tan enojado.
—Es que no pude entregar el jeep.
—¿Qué jeep?
—¿Cómo que qué jeep? El que yo traje. Viajé desde Tandil hasta Buenos Aires, solo. Y, sin dormir, me subieron a un barco y me trajeron a Malvinas y me tuvieron como una semana al cuete.

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—El cabo con el mameluco azul alza los hombros, como apesadumbrado, y continúa contando sus desventuras—.

Y yo quería bajar el jeep porque sabía que lo necesitaban, pero no me dejaban. Me decían que el barco de nosotros, el Carcarañá, era muy grande para acercarse al muelle y que no se podía bajar nada. ¡Qué guachos! —El cabo oprime los labios y, enfadado, bambolea la cabeza—.

Y el primero de mayo empezó la guerra, y yo con el jeep de adorno en la cubierta, ¿qué me cuenta, señor? Y encima de que nos pegamos un sustazo de la puta madre con el bombardeo, dela Capitanía del Puerto le ordenaran al comandante Dell’Elicine que abandonara la bahía, y por supuesto que él se negó porque significaba salir a mar abierto fuera del paraguas de la artillería argentina, pero lo mismo le dijeron que se hiciera humo. Y tal cual lo presentía, no bien salimos hacia el sur, unos aviones nos cagaron a chumbazos. Y así nomás pasó, nos salvamos por un pelo, y por suerte nos pudimos esconder en este canal, ¿vio? —Con el labio inferior señala un costado del estrecho donde no se ve más que agua—.

Nos escondimos hasta que el ocho de mayo se nos acercó otro buque, el Isla de los Estados. Me dijeron que me mudara con jeep y todo, y cuando ya creía que nos íbamos hacia Puerto Argentino, el diez a la noche, ¿vio?, mientras navegábamos, encima de la cubierta se encendió una bengala brillante como un sol y vino un fragatón que nos cagó a cañonazos y volamos más alto que la eme y yo no pude entregar el jeep a nadie. ¿Vio? Cómo para no estar con bronca.
—Está bien, no se preocupe. Tengo intención de ir al Comando y visitar a un conocido. También puedo avisar sobre su problema.
—Y ese bote, ¿es suyo, señor? —pregunta el cabo del mameluco azul.
—Así es. Pienso llegar navegando a Puerto Argentino.
—¡Uhh! Pero no va a poder. De acá no se va a mover, el viento siempre sopla desde el sur. Así que palpito que, de esta ensenadita, no va a salir. Yo le diría que fuera por tierra, caminando nomás.
—Podría ser, pero no conozco el camino. Tampoco, si es muy lejos.
—No, para nada, además a usted no le duelen los pies. Y es refácil. Puede seguir por ahí o, también, cortar derechito por ese cerro más alto que creo que los ingleses le llaman Saimon. Qué finos que son. ¿No?
El Capitán sonríe. Con las manos en los bolsillos, se encamina hacia la elevación. El cabo con el eterno mameluco azul, vuelve a sentarse. A los ojos aindiados, verdosos, los mantiene fijos en el Estrecho. Al alejarse un poco más, al Capitán le parece escuchar, mezclada entre unos gritos, la tonada del cabo que, airado, a voz en cuello protesta:
—¡Hijos de puta, guarda con el jeep! ¡No tiren, no tiren!

El BĂşho escribidor

 

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El Cabo Primero Héctor Hugo Varas  nació el 29 de julio de 1960 en Villa del Rosario, Provincia de Córdoba. En el año 1980 egresó de la Escuelade Suboficiales Córdoba con la especialidad de mecánico automotriz siendo destinado a la Escuelade Aviación Militar. En 1981 es destinado a la VI BrigadaAérea, donde es incorporado al Servicio de Transporte del Grupo Base 6.
Destinado en las Islas Malvinas efectúa el cruce de material rodante dela Fuerza a bordo del buque ARA “Isla de los Estados”. El 10 de mayo de 1982, fallece al hundirse con el mismo luego de ser atacado por la fragata HMS “Alacrity” en el estrecho de San Carlos frente a puerto Howard a las 22:35 horas.

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Luis Satini

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