Orden Fragmentaria 2532 – Un Rescate Histórico

La Batalla de San Carlos estaba en pleno apogeo. Había comenzado el 21 de mayo y los ataques de la aviación argentina se sucedían día a día, en un épico esfuerzo para dificultar el desembarco ingles y detener el avance de las tropas terrestres.

También se acumulaban los derribos, las bajas, los pilotos eyectados. A menos de cincuenta kilómetros en línea recta, la guarnición argentina de la isla de Borbón, casi en la boca norte del estrecho de San Carlos, era testigo privilegiado del paso rasante de los cazabombarderos rumbo al combate, del regreso orgulloso, de las ausencias lamentadas…

Esta ubicación geográfica hizo que, en su cielo, combatieran cazas argentinos e ingleses, que en sus playas pedregosas encontrara alivio a la desazón de caer en el mar, algún piloto eyectado. Otros amortiguaron la caída en su turba y dos aviones, con sus tripulaciones, hallaron allí su destino definitivo luego de ser derribados.

Borbón era un sitio de paso para los hombres que volaban al combate. Los impulsaba el coraje y el sentido del deber y se confortaban en la seguridad de que, en caso de ser derribados, de alguna manera, otro argentino los buscaría y rescataría en cualquier condición táctica o meteorológica. Cuanto más seguro está un piloto de que será rescatado, mayor será la probabilidad de éxito de su misión, de allí la importancia que los comandantes asignan a este tipo de operaciones.

El 23 de mayo un Dagger tripulado por el teniente Volponi fue derribado por una patrulla aérea de combate, el avión explotó y no dio a su piloto posibilidades de eyectarse. Los restos cayeron a dos millas de la guarnición argentina de Borbón.

Al día siguiente, la isla fue nuevamente, escenario del drama bélico. Una escuadrilla de Dagger fue interceptada y los tres aviones derribados. El teniente Carlos Castillo no logró eyectarse y falleció; el capitán Raúl Díaz abandonó su aeronave a excesiva velocidad y sufrió lesiones en la columna vertebral, clavícula y brazo derecho y el mayor Luis Puga realizó una eyección normal pero cayó en el mar. Luego de luchar contra las corrientes que lo alejaban de la playa, alcanzó la costa y fue rescatado por una patrulla de reconocimiento. Los hombres fueron trasladados a la base pero los elementos médicos con que se contaba eran escasos para atender las heridas de Díaz.

Desde el comienzo de las acciones, un joven piloto de transporte paseaba su impaciencia por las instalaciones de la IX Brigada Aérea de Comodoro Rivadavia. El primer teniente Marcelo Uriona realizaba, casi a diario, vuelos de Líneas Aéreas del Estado al comando de aviones Fokker F-27 o Twin Otter, para alcanzar localidades alejadas cuya escasa rentabilidad como destino comercial hacía que las compañías aéreas no dedicaran sus esfuerzos a ellas. Hasta allí, sólo llegaban – y llegan – los aviones de la Fuerza Aérea al servicio de la línea estatal.

Pero no era suficiente. Sin reparar en el mérito que significaba que, pese al esfuerzo de guerra, se pudieran mantener estos servicios de enlace esenciales, el soldado que moraba en su interior anhelaba la acción.

Y la oportunidad se presentó. Había que rescatar a los hombres en Borbón y la Fuerza Aérea Sur planificó una de las misiones de Búsqueda y Rescate más peligrosas y atrevidas de la gesta de Malvinas. Luego de descartarse el uso de helicópteros de largo alcance, sólo el DHC-6 Twin Otter, con sus características STOL[1], podría ser utilizado.

El grupo Técnico trabajó febrilmente y el T-82, el avión elegido, fue despojado de sus asientos para dar lugar a un tanque suplementario de 600 litros, otros dos de 300 y bombas especiales para alimentar los propios del avión. Así, la autonomía de la aeronave se extendió a siete u ocho horas.

El 28 de mayo, si bien se realizó el vuelo, diversas circunstancias impidieron concretar la misión que quedó postergada para el día siguiente. Uriona se presentó al jefe de escuadrón y se ofreció voluntariamente para realizarla. Confiaba en su experiencia previa cumpliendo vuelos a las islas, cuando el entonces Port Stanley era un destino más de LADE, y en sus tremendas ansias de participar en la contienda.

Recibió el visto bueno, eligió a su copiloto – el teniente Omar Poza – estudió las cartas de navegación, planificó el vuelo a baja altura – al que no estaba acostumbrado- , previó posibles errores en los instrumentos de orientación, analizó la incidencia de los vientos y confió. Confió en su experiencia, su entrenamiento, la habilidad del copiloto elegido, y en el acicate que representaban los hombres a rescatar.

El 29, a las 10, partieron hacia Puerto Deseado, lugar que consideraban más apto para iniciar el vuelo y realizar la navegación hasta la isla. El cabo principal Pedro Bazán sería su mecánico de a bordo. Allí esperaron la orden definitiva que llegó poco después del mediodía. A las 14 despegaron. Durante dos horas mantuvieron niveles de vuelo habituales hasta que, a unas cien millas de la isla, descendieron casi a nivel del mar.

Los jóvenes pilotos sintieron la embriaguez de la adrenalina ante una experiencia totalmente nueva. Entre cinco y diez metros abajo, el Atlántico parecía estirar sus aguas para acariciar el fuselaje del avión pero había que seguir así, era su única defensa ante la posible detección de los buques ingleses ubicados como piquete radar.

Los minutos pasaban, los ojos de los tripulantes buscaban, afanosos, las primeras elevaciones del terreno y en ellas, la confirmación del rumbo correcto. Luego de un cuarto de hora, divisaron las Islas Salvajes y sonrieron, estaban bien ubicados, siguieron hasta que una isla más grande con una elevación y una bahía bien visible a su frente les indicó que llegaban a destino.

Al alcanzar la costa comenzaron a ascender lentamente siguiendo la pendiente del terreno. Recién entonces, decidieron romper el silencio de radio: – Calderón, Calderón, Romeo 2 llamando -. Se preocuparon, nadie contestó el llamado, insistieron: – Calderón, Calderón, Romeo 2 llamando -. Entre fuertes interferencias, el parlante les devolvió la voz del operador: – Romeo 2, aquí Calderón, estamos en alerta roja por sobrevuelo de helicópteros enemigos, regrese, no se puede aterrizar -.

Era la respuesta que no querían escuchar, que no debían escuchar. Se miraron y tomaron una decisión: no habían llegado hasta allí para regresar sin completar la tarea. Informaron que iban a aterrizar pese a todo. Siguieron pegados al terreno buscando una referencia, un Pucará con la nariz apoyada en el suelo les indicó la cercanía de la pista, la identificaron, prepararon el aterrizaje pero el sol estallaba en los miles de cristales de sal depositados en el parabrisas y la visibilidad era casi nula. Las manos del piloto empujaron la palanca del acelerador hacia delante casi con rabia, deberían dar un giro, cambiar el sentido del aterrizaje, un fuerte viento de cola exigió al máximo a los frenos, la estructura tembló cuando los motores en reversible rugieron en ayuda de la frenada.

Cincuenta metros antes de que terminara la pista la aeronave se detuvo. Nuevamente sonó la radio: – Romeo 2, apague los motores, estamos en alerta roja, hay helicópteros en la zona y hoy a la mañana nos bombardearon -. Bajaron para controlar el tren de aterrizaje y en ese momento, un jeep Land Rover se acercó. El mayor Puga, con una sonrisa, saludó afectuosamente al joven piloto que había ido a rescatarlo pero confirmó que era imposible despegar en las condiciones en que se encontraban.

En las instalaciones fueron recibidos por hombres de rostros exhaustos y angustiados, de uniformes sucios y raídos; representaban la otra cara de la guerra, la que no se veía en el continente, la que querían conocer sus ansias, la que querían compartir sus almas.

Mientras aguardaban la seguridad de la noche, Uriona y Poza recorrieron la pista memorizando los obstáculos y desniveles mientras Bazán revisaba, una y otra vez, al noble avión.
Junto a los hombres de la Fuerza Aérea, había heridos de la Armada. Se les pidió el traslado que parecía imposible; el avión había sido despojado de toda comodidad y se encontraba en el límite del peso máximo de despegue. Había una solución: aligerarlo descargando parte del vital combustible. Se planificó el regreso a Puerto Deseado, una distancia más corta que exigiría menos consumo. Los cálculos se ajustaron al máximo y se hizo el lugar para cuatro pasajeros más. En una rústica caja de municiones, los restos del teniente Volponi regresarían a sus seres queridos.

Faltaba poco para las 18 y ya había oscurecido. Ascendieron al avión, los pasajeros se ubicaron donde podían, los motores se pusieron en marcha, el barro del terreno atrapaba las ruedas dificultando el desplazamiento, al final de la pista, a unos 500 metros, un cerro se elevaba frente a la trayectoria de despegue. Por seguridad, sólo una linterna iluminaba los preparativos dentro de la cabina. Los frenos aferraron las ruedas, los motores fueron puestos al máximo de su potencia, el piloto liberó el avión y, con los comandos, lo preparó para que comenzara el despegue al superar la velocidad de pérdida de sustentación.

Saltos sobre el terreno desparejo, constantes correcciones con los pedales para mantener una línea recta, quedaban 100 metros de pista y el Twin Otter comenzó a elevarse. Un rápido viraje a la derecha evitó el cerro, los instrumentos marcaron el rumbo de regreso a Puerto Deseado mientras el altímetro controlaba la escasa altura. Veinte minutos después ascendieron y a las 20.30, aterrizaron en Puerto Deseado. Los heridos fueron trasladados a un hospital, Uriona, Poza y Bazán llevaron su orgulloso Twin Otter de regreso a Comodoro Rivadavia donde fueron recibidos, eufóricamente, por sus compañeros.

La Fuerza Aérea Argentina había cumplido con el precepto de traer de regreso al hogar a sus hombres eyectados, gracias al empuje y pericia de sus jóvenes, técnicos y pilotos, y la confiabilidad de un pequeño avión bimotor.

 

Extraído de una exposición realizada por el  Comodoro Marcelo Uriona y archivada en la Dirección de Estudios Históricos de la Fuerza Aérea

[1] Siglas de Short Take Off and Landing que identifica a las aeronaves que despegan y aterrizan en pistas de dimensiones reducidas.

Luis Satini

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