Artillería Antiaérea de la Fuerza Aérea

Telefónicamente, ya habíamos acordado una entrevista con el Comodoro para dialogar sobre la Guerra de Malvinas, en la que participó activamente.
Me sumerjo en la frescura de la tarde y me dirijo hacia su departamento.
Maiorano me recibe con la mano tendida de la bienvenida y su esposa Marta me invita gentilmente con un café.

El Comodoro me muestra varias fotografías que guarda en su computadora y otras que mantiene en un álbum. Ellas denotan su estadía en la guerra, siento un temblor involuntario al ver imágenes verdaderamente escalofriantes.
Mi entrevistado es un hombre aplomado, seguro de sí mismo. En el verdor de su mirada se le trasluce su bonhomía. Está intacto. No escapa ni tampoco salta encima del recuerdo.
Lentamente lo va envolviendo la nostalgia y su boca se llena de palabras que le va dictando su corazón.

Comienza con su relato y presto atención como si tuviera que aprenderlo de memoria para siempre…

Estoy con destino en la Base Aérea Militar Mar del Plata como Jefe del Escuadrón Antiaéreo de tres Unidades Antiaéreas, llamadas Baterías. Dos de ellas están equipadas con radar-director de tiro y cañones, la restante con cañones.
Mi dotación está constituida por sesenta hombres entre oficiales, suboficiales y soldados.

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Me ordenan que una de las Baterías debe dirigirse a Malvinas y las dos restantes actuarán como defensas antiaéreas en las Bases Aéreas del continente.

Al quedarme sin Escuadrón, la única tarea que puedo llevar a cabo es la de prepararlos para el despliegue, pero como tengo experiencia en todo lo referente a material antiaéreo, debido a que en años anteriores viajé a Suiza para aprender a usar dicho material que la Fuerza Aérea había comprado a ese país, le rogué a mi jefe que me permitiera ir a Malvinas.

Siento que me empuja mi sentido del deber y el amor a mi Patria, olvidando que dejaría sumidas en la más profunda tristeza a mi esposa Marta y a mis tres hijas: Silvina, Constanza y Luciana de doce, diez y dos años respectivamente.
Mis dos hijas mayores, pese a su corta edad, comprenden la peligrosidad de mi misión.
Marta, además de buscar consuelo para las niñas, deberá encargarse de organizar nuestro nuevo hogar dado a que acabamos de llegar de otro destino.

Un viaje en HŽrcules siempre representaba un alto riesgo

5 de abril,  son las cuatro de la madrugada, pasan a buscarme para abordar el avión que me llevará. En él transportamos no sólo al personal sino también el material que necesitaremos.
Tardamos tres horas y media en llegar. Mientras sobrevolamos a las islas siento un aleteo inusitado en mi corazón. Mi ansiedad, curiosidad y nerviosismo se masifican en un sólo deseo: defender a mi Patria.

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Aterrizamos en una pista de 1000 mts. de largo. Allí se había organizado la Base Militar Malvinas, un pequeño hangar y una torre de vuelo.
Este aeródromo será el único medio de contacto que tendremos con el continente, servirá para evacuar heridos, aprovisionarnos de medios logísticos y alimentos.

Ni bien desembarcamos, ubicamos el radar mientras esperamos a otro avión que traerá dos cañones de 35 mm. y generadores. También en el posible lugar de emplazamiento de la Batería, instalamos una gran carpa para alojarnos.

Oscurece, el viento y el frío me cala hasta los huesos, buscamos las raciones de alimentos en la cocina de la Base y luego de cenar nos entregamos al descanso.
Me tapo hasta las orejas con una manta y trato de apartar de mi mente el lamento quejumbroso de mis chiquillas. Finalmente me vence el cansancio y caigo en profundo sopor.

Todo es distinto ahora, los días se nos presentan en incontables tonos de grises. Preparamos alojamientos, alistamos el radar, los cañones…

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El racionamiento lo provee la Base y como nunca, disfruto de las sabrosas polentas y guisos con carne y fideos.
Mientras paladeo chocolates y alfajores que me mandó mi familia, oigo con atención la opinión de un artillero que nos pone en sobre-aviso del peligro que corremos si nos quedamos en la carpa. “Cualquier bombazo nos hará volar en mil pedazos”- nos dice.

Esto me hace recordar que en el barco en el que viajó con anterioridad a nosotros mi hermano, el Mayor Raùl Maiorano, había una topadora que sirvió para ampliar la pista y plataforma para los aviones. Con ella, los “durmientes” y chapas de zinc que encontramos podremos construir un refugio, mis camaradas tomaron a bien mi idea y pusimos manos a la obra. Una vez que lo terminamos tapamos con tierra el techo y con bolsas de arena armamos parapetos.

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Desde Río Gallegos  habían enviado una Unidad Antiaérea con personal, un radar de corto alcance y nueve cañones antiaéreos de calibre 20 mm. a los que llamamos “fierros”, numerándolas desde el 1 al 9.
Este personal había distribuido a los nueve cañones cercanos a la pista de aterrizaje en donde cada Unidad Antiaérea había construido refugios para el personal de cada “pieza”.
Junto a esta Batería constituimos un Escuadrón Antiaéreo del cual soy el jefe, la causa será que tengo cuarenta años y soy el más antiguo.

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Durante varios días practicamos tiro, mejoramos refugios, acopiamos combustible para los generadores y víveres.
Estamos a mediados de abril, y llega una  noticia de mis superiores que me hunde en el más profundo quebranto… Debo dejar el Escuadrón ubicado en el aeropuerto.
¡No puede ser!. Me cuesta aceptarlo y pido seguir en mi cargo. Me deniegan esa posibilidad, la desilusión me corroe el alma, pero mi obligación es obedecer las órdenes. En adelante deberé trabajar con desconocidos.
Junto a dos oficiales, uno del Ejército y otro de Infantería de Marina, seremos los responsables de toda la defensa antiaérea de la isla.

Con dos excelentes camaradas, el Teniente Coronel Arias y el Capitán de Corbeta Silva, implementamos en la ciudad el Comando Conjunto de Defensa Antiaérea y nos repartimos los sectores de defensa.

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Establecemos la comunicación con el Centro de Información y Control de la Fuerza Aérea y con los radares de vigilancia de ambas Fuerzas. Ellos nos darán la información sobre incursiones aéreas y marítimas debido a que tienen mayor alcance de detección.

En esos días nos enteramos a través de la radio, que una flota numerosa de la Royal Navy viene rumbo a Malvinas y con ella dos portaviones de cuyas plataformas decolarán los aviones Sea Harriers.

Sé, por haber leído libros especializados en armamentos, que estamos en inferioridad de condiciones. ¡Nos atacarán con un poderoso arsenal de armas modernas, misiles antirradar y bombas antipersonales de fragmentación (Belugas)!. El miedo se apodera de mí, pero debo disimular. Soy el que debe dar coraje, no el que atemorice a mis hombres.

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Es 26 de abril y puedo constatar que no me equivoqué en mis deducciones, los ingleses nos atacan con una tecnología que nos supera ampliamente.
En la pantalla de nuestro radar aparecen numerosos “ecos”, pequeños puntos blancos que indican que hay barcos aproximándose a Malvinas.
Inmediatamente pasamos la alarma roja a toda la Isla, pero a 16 Km. de distancia, desaparecieron todas las señales.
¡Hijos de perra!… Los ingleses no sólo están en condiciones de emitir señales erróneas sino que, además, pueden detectar y localizar cualquier onda electromagnética que emitamos. Siento que la adrenalina me sube a mil…

Pasaron cuatro días, voy al aeropuerto para pedirle al Capitán Savoia, a cargo del Escuadrón, que se traslade a la ciudad durante un día y me deje en su lugar.

Una vez ubicado, reúno a toda la gente para transmitirle tranquilidad (que en realidad no tengo). ¡No ocurrirá nada!- digo. Es inútil tratar de disfrazar a la realidad. Caemos en una trampa casi mortal.
Es 1º de mayo y en el aeropuerto sufrimos el ataque más violento que podíamos imaginar.

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Mientras comparto el puesto de Comando del Escuadrón con el Capitán del Ejército Reyes, éste ordena poner en funcionamiento la Batería del Ejército que está desplegada a un costado de la pista. Esto nos permitirá cambiar el turno con nuestra Unidad.

Son las cuatro de la madrugada, pasaron cuarenta minutos y el Jefe de Batería informa que en la pantalla del radar ve “ecos” a una distancia de 20 Km., inmediatamente entramos en contacto con el radar de la Fuerza Aérea. No tienen novedades.

Pienso que ésta es una oportunidad para disparar contra el avión enemigo cuando esté a nuestro alcance, la duda me corroe. Me atemoriza que podamos confundir al enemigo con uno de nuestros aviones que sirven de transporte durante la noche. No podemos esperar… El Capitán ordena “:¡Abran fuego sobre el incursor!.”
Ya es tarde, un Vulcan (bombardero pesado de los ingleses) que viene desde la Isla Ascensión y que se reabasteció de combustible en el aire para volver a destino, acaba  de descargar bombas de 500 KS. sobre el aeropuerto.

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El ruido es atronador, el aeropuerto se convierte en un verdadero aquelarre. Las bombas explotan cada cinco minutos. La última estalló a las ocho de la mañana.
Todo se me presenta como un grotesco ballet, es la coreografía de un demente sobre un enorme escenario.

Los que estamos en el puesto de Comando tenemos suerte, una bomba estalló a 50 mts. de nuestro refugio sobre un montículo de tierra que sobrepasa la altura del techo del mismo. Sentimos los golpes de los enormes pedazos de tierra que caen sobre el techo pero nada se destruye.

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En medio de la punzante oscuridad oímos gritos desgarradores que provienen de un grupo de hombres que alcanzamos a ver a lo lejos, como si fueran verdaderos fantasmas de calzoncillos largos y camisetas blancas. Nos acercamos, están aturdidos, desorientados, choqueados.

Con linternas los orientamos hasta nuestro refugio. Una bomba cayó cerca de la carpa que ocupaban, destruyéndola. El soldado de Infantería Romero muere en el acto, mientras que al Suboficial Gómez se le cae la carpa encima, una piedra lo golpea y un caño le abre la cabeza cuando la tierra se levanta para luego semienterrarlo.

Gómez reza y grita pidiendo ayuda, el Cabo Oliva oye el pedido de auxilio y con esfuerzo sobrehumano logra arrancarlo de la tierra que se lo había tragado. El Suboficial respira con gran dificultad, el dolor que tiene en el pecho es punzante. Con rapidez pedimos una ambulancia a la ciudad, la que tarda cuatro horas en llegar.
Son las ocho y llevamos a Gómez hasta la ambulancia que está esperándonos a unos ciento cincuenta metros del refugio en la entrada del aeropuerto.

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En el momento en que se retira, escucho en mi equipo de comunicaciones el aviso de un nuevo ataque,  con el oficial que me ayudó a llevar a Gómez, lo único que atinamos es a correr hasta la pieza de artillería más próxima (fierro 9) y vemos cuando un Harrier se acerca hacia el cañón y nos dispara con sus cañones, pasando muy cerca de nosotros una ráfaga que deja su estela en la tierra.
Son unos diez aviones que se acercan desde el norte y en vuelo rasante. El cielo malvinense se convierte en un verdadero festival de luces trazantes dado a que todos los cañones disparan a destajo.

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Al enemigo esta incursión les costó cara, ¡Derribamos a un par de aviones!, estoy eufórico pero sin quererlo, pienso en las familias que llorarán la pérdida de un marido, padre o hijo.
No obstante me comunico con las “piezas”… emocional y desaforadamente grito… ¡VIVA LA PATRIA, CARAJO!… Con toda vehemencia me responden casi al unísono .¡VIVA LA PATRIA!. Nuestros artilleros demostraron una gran habilidad.

Después de este ataque, el aeropuerto tiene un aspecto devastador: cráteres provocados por las bombas, edificios dañados, y el suelo bañado por trozos de hierro que quedaron de las Belugas (bombas que explotan en el aire y, antes de caer, se divide en 238 bombas más chicas) que nos tiró el enemigo.

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La tranquilidad nos dura poco, después del mediodía se acerca un barco inglés para bombardear el aeropuerto. Dos de nuestros aviones Mirage no tardan en hacerlo alejar, una gran cortina de humo tapa todo el horizonte.
Es de noche, otra vez se acercan barcos que nos tiran cañonazos, el refugio nos cobija. ¡Zafamos!. Los mismos que vinieron a matarnos se retiran en la madrugada.

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Desvelados y aún con temblor en nuestras entrañas, nos sorprende la mañana,  el Capitán Savoia viene a relevarme para que pueda ocupar mi puesto nuevamente en la ciudad.

¡Qué locura! no tenemos ni siquiera un vehículo para transportar heridos ni alimentos, no puedo quedarme de brazos cruzados, sé que voy a actuar incorrectamente pero debo pensar en mis hombres.
Me acerco hasta el Supermercado “The Penguin” y le pido a su dueño que me entregue el vehículo de su propiedad (Land Rover) y que se dirija a la gobernación con un formulario que acabo de firmar para que le paguen el alquiler del auto. ¡Cómo no entender su indignación!, aunque no es lo lógico es la única manera que tengo para salir de esta situación.

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Toda la guarnición militar comprende que ésta no es una “maniobra” ni es un juego de guerra, es LA GUERRA, sentimos que en cualquier momento podemos morir y nuestra única defensa es armarnos.
En el aeropuerto asignamos un sector como puerta de entrada para nuestros aviones.

Nuestro Mirage, piloteado por el Capitán García Cuerva, viene desde el continente pero calcula que no puede regresar al mismo, entonces decide aterrizar en nuestro aeropuerto sin respetar la zona acordada. Además eyecta frente a Puerto Argentino, sus tanques suplementarios que se encienden en su caída, nuestra tropa lo confunde con el enemigo y le dispara a destajo.
El avión cae del otro lado de la isla, sintiendo un gran dolor al derribar a uno de los nuestros.

Abatimos a tres aviones enemigos a pesar de que ellos lo nieguen, esto los hace repensar y cambian su táctica, ya no nos atacan a baja altura, sino que lo hacen por encima del alcance de nuestro armamento.
Vuelan a 5000 metros, no dejan de hostilizarnos pero no logran su objetivo de rompernos la pista debido a que no pueden ser efectivos desde tanta altura. No dejan de tirarle a nuestros cañones y al radar, así lo demuestran los cráteres de bombas que nos arrojaron de 250 y 500 Kg.; algunas de ellas no explotaron.
Nos carcomen los nervios porque no sabemos si hay espoletas de retardo.

 

Ya es 4 de mayo, recibimos el ataque en altura de un Harrier que lanzó siete bombas sobre el aeropuerto y que después de dos horas siguen explotando.

En estos días reforzamos la defensa antiaérea con misiles portátiles SAM 7, parecidos a las Bazookas pero para tirar a los aviones, poseen un buscador de temperatura.
Argentina los había adquirido al libio Kadafi, también llega el personal que debe operarlos a cargo de los Tenientes Ugarte y Garay.

Recién comienza la mañana, consigo un helicóptero del Ejército (Ten. Anaya) para trasladarme a la cima del Monte Low equipado con los SAM. El Cabo Canessini, aún sabiendo lo riesgosa que es esta tarea, porque por allí pueden pasar los aviones enemigos, se ofrece voluntariamente a acompañarme.
Llevamos un radar portátil para que forme parte de la Red de Observadores adelantados que había creado la Fuerza Aérea en el lugar.

El Teniente Ugarte y los Cabos Bivilacqua y Peirone, también se prestan para ir a un parque entre Dos Cerros, bajo las mismas condiciones.
El helicóptero que traslada a Ugarte y a su personal desciende casi a la vista del enemigo, transcurren los días, quedan tras la línea del enemigo y son capturados.

Tiempo después me enteré de que gracias a un oficial inglés no fueron degollados por los Gurkhas. A medida que pasan los días, las bombas explotan cada vez más cerca de las piezas de artillería, especialmente cerca del radar y los cañones de 35 mm., entonces decidimos trasladar a los cañones cerca de la cabecera oeste de la pista, dejando el radar que había quedado fuera de servicio en el mismo lugar, llevando otro de reemplazo que nos enviaron desde el continente y además agregamos otro cañón con su respectivo generador.

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¿Cómo lograr mover semejante cañón de cinco toneladas con un vehículo que, encima, se empantana?, la única manera es trasladarlo con el helicóptero. Le pido a mi compañero de promoción, Mayor Posse, que con su Chinnook saque al cañón del lugar, acepta, pero con la condición de que se realice al atardecer para evitar a los aviones que orbitan sobre nuestras cabezas y que lo acompañe para indicarle el lugar preciso en donde debe colocarlo.

Por vía terrestre enviamos a los responsables de izar el cañón, al crepúsculo iniciamos el primer intento, cuando estamos en el aire escuchamos alarma roja y aterrizamos, al terminar la alarma nos dirigimos hacia donde nos están esperando. Estamos a 50 metros de altura y con el cañón colgando del helicóptero cuando volvemos a oír la alarma roja, totalmente desesperado, mi compañero me pide que le indique el lugar justo donde debemos bajarlo, ya casi es de noche.

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A mí también me carcomen los nervios, le indico que debe dejarlo cercano a uno de los dos generadores que ya habíamos dejado con anterioridad y allí lo puso. Cuando estamos por aterrizar veo una luz muy intensa desde la escotilla de popa,  creo que nos están atacando pero sólo se trata de una bengala que arrojaron desde tierra.

Ya de mañana voy al aeropuerto para colaborar en la instalación de la Batería en una nueva posición, recibo la peor de las noticias, el suboficial Cardozo (encargado del cañón), me dice que lo habíamos colocado en un campo minado. ¡Maldición!, volvemos al lugar, el cañón debe ser sacado de allí…se me paraliza la respiración cuando veo que a centímetros de una de sus ruedas hay un cable que, supuestamente, pertenece a una mina.
Pero tenemos un Dios aparte… logramos sacarlo.

Durante el atardecer voy al depósito de víveres y saco varias botellitas de ginebra Bols para repartir entre el personal, además de calentarnos por dentro nos dará más ánimo. ¡No podemos aflojar!.
¡Qué ironía!, en algunos refugios, pese al ruido ensordecedor de las bombas, juegan al truco.

El soldado Viano, con total valentía y bajo el rugido de los aviones enemigos, escapa del refugio para indicarle a nuestro artillero la ubicación de los mismos.

Desde el continente nos mandan relevo de todo el personal de artillería, es evidente que del otro lado del charco tienen otra idea de la realidad, dado a que el Capitán Aguilar nos dice… “Nosotros que recién llegamos nos llevaremos los lauros de la victoria y no los que se van”.
No imaginaron la situación desesperante que estamos viviendo, es de noche pero nadie duerme, todos estamos alborotados por la artillería argentina e inglesa.

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Me reconforta la actitud del Teniente Jorge Reyes que decide quedarse conmigo en la lucha pese a que le llegó su reemplazo.
Durante toda la guerra el enemigo nos lanzó 130 toneladas de bombas, pero nuestros artilleros mantuvieron sus fuerzas indómitas.

Todo fue inútil, llega la hora de la rendición argentina.

Después de la capitulación, el 14 de junio por la tarde, organizamos el campo de prisioneros en el aeropuerto donde se traslada toda la guarnición militar argentina (unos 12000 hombres).

No sabemos cuánto tiempo estaremos, por lo tanto, antes de dirigirme al lugar, voy con un saldado al depósito de víveres de la Fuerza Aérea y completo la Land Rover con la mayor cantidad posible de alimentos.
En el momento en el que estamos por salir nos intercepta el dueño del Supermercado y de la camioneta acompañado por un soldado inglés.
A los gritos y cargando el arma nos hacen señas para que bajemos del vehículo y nos apuntan con odio, igualmente nos permiten alejarnos sin dejar de apuntarnos, al llegar a la esquina, desaparecimos de su vista.
En realidad pensamos que nos acribillarían, agitados y con gran temor, nos dirigimos caminando hacia el aeropuerto.

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Poco antes de llegar al mismo hay un vallado que sirve de barrera, allí el enemigo nos obliga a dejar las armas antes de entrar al “campo de prisioneros”. No sé cuál es la causa pero a mí me dejan el arma reglamentaria, supongo que se debe a que debo seguir ejerciendo mi autoridad.

Los artilleros volvemos a nuestros refugios antiaéreos, todo se me presenta como una película de terror, cerca de 10.000 hombres del Ejército y la Marina, deberán permanecer a la intemperie por varios días.
Como en nuestros refugios no falta comida, alcanzamos a darle algunos víveres a los soldados del Ejército, cercanos a nuestras posiciones.

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Pasaron veinticuatro horas, un grupo de 200 hombres es trasladado al puerto para ser enviado al continente,  a los oficiales y suboficiales que fuimos capturados nos envían a un frigorífico de corderos en San Carlos, ubicado a 80 Km. de la ciudad.

Pasaron unos días, nos informan que las órdenes que tienen es que. los oficiales con jerarquía de jefe debemos ser enviados a la ciudad y desde allí al continente. El Capitán Aguilar me pide que me vaya, ¡No debo. ni quiero dejar a mis hombres!. Me quedo con ellos, somos el último grupo de la Fuerza Aérea para embarcamos rumbo a nuestra Patria.
Nos llevan a la ciudad, al cruzar la barrera somos revisados nuevamente y ahora sí me quitan la pistola, tardamos casi una hora en llegar, debemos ir formados, flanqueados por soldados ingleses fuertemente armados.

Ya en la ciudad nos quedamos un día entero en un galpón a la “supuesta” espera de un barco que nos llevará a casa.

Este lugar es inhumano, espantoso… fue lugar de espera de otros grupos y al no tener baños, el piso ofició de retrete. Hay algunos guardias que, a destajo, permiten salir a unos baños improvisados.

Pasaron dos días, no tenemos agua ni comida, hay personas enfermas, especialmente con enterocolitis, nuestro malestar va en aumento.

Mi compañero, Argente, encuentra en el fondo del galpón algunos elementos de enfermería que supongo serian del Ejército. Con varios saches de suero fisiológico, logra construir algo similar a un destilador y cada uno toma un sorbo. Algunos tienen la suerte de beber un poco de jugo de una lata de duraznos al natural que apareció escondida por algún rincón.

Por la mañana vemos, por la rendija de los portones, a una señora que nos está observando. Por la noche nos acercan un tanque con agua y una cocina de campaña con víveres para cocinar.
Después me enteré de que esta orden la emitió la señora que fisgoneaba el lugar, debido a que pertenecía a la Cruz Roja Internacional.

Somos unos trescientos presos, por suerte entre nosotros hay un cocinero que prepara un guiso. La vajilla con la que contamos data de tres o cuatro platos e igual cantidad de cucharas. Hacemos una “cola” y comemos lo más rápido posible para pasarle la vajilla al que está detrás para que todos podamos llevar un bocado de comida a nuestros estómagos dolientes y vacíos.

Es 20 de junio por la tarde, nos llevan formados en fila hacia el puerto distante a dos cuadras, para subir a una barcaza que nos llevará hasta un barco fondeado en el medio de la bahía.
Otra vez nos prometen que seremos llevados a casa, estoy en el final de la fila, a dos oficiales que están delante de mí los demoran. Uno de ellos me llama para hablar con el inglés debido a que no entiende lo que le quiere decir, cuando me acerco, éste me pide que separe a todos los oficiales y suboficiales que están en la hilera, le digo que no entiendo lo que me pide y me retiro.

Cuando me toca el turno, el mismo oficial inglés al que no le contesté lo que me preguntó, no me permite subir a la barcaza diciéndome que me llevarían en helicóptero, por mi jerarquía. A mis dos compañeros y a mí nos retornan al galpón en el que pasamos otros dos días.

Me siento sucio, asqueado, indignado. Es de noche y tengo necesidad de ir al baño. Un joven Teniente de un Regimiento Galés (Boina Verde), no sólo me deja pasar sino que, además, entra en una amena charla conmigo. La nostalgia nos lleva a mostrarnos las fotografías de nuestras familias. Sentimos que no podemos odiarnos. Ambos cumplimos con nuestro deber.

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Durante la tarde del segundo día me llevan con otros oficiales hacia el hipódromo donde un helicóptero “Sea King” nos está esperando para llevarnos a un destino que desconocemos. Vemos a los soldados que nos custodian fuertemente armados.
Esta incertidumbre me pone bastante nervioso. ¿Qué quieren hacer con nosotros?…
Después de cuarenta minutos aterrizamos en “San Carlos”. Nos llevan a un ex – frigorífico de corderos, e ingresamos a un gran salón. Somos requisados nuevamente.

A los fines de controlar quiénes somos los ingresantes, los ingleses nos requieren nuestros datos personales, el número de nuestra identificación, el “cargo” y la Fuerza a la que pertenecemos.
Miro a mi alrededor y veo a los prisioneros, están todos sentados y llevan consigo sus pocos efectos personales. Me entristece no ver a ningún aeronáutico.

Un Teniente del Ejército me tranquiliza al comunicarme que mis camaradas están en un salón contiguo, mi ansiedad me lleva prontamente hasta el lugar, ¡Necesito saber si está mi hermano!…

Miro a un lado y a otro, veo a Raúl,  creo que una tropilla está cabalgando dentro de mi pecho. Lo llamo mientras agito mi mano, corro hacia él. Nos estrechamos en un apretado abrazo que nos redime de toda la angustia sufrida.

El destino me depara otra sorpresa, a pocos metros veo al Capitán Ugarte, de quien desconocía su paradero desde el día que lo envié a los cerros. Estos reencuentros son un bálsamo en medio de tanta desolación.
Recorro con la vista el lugar, sólo hay una puerta, en una de las paredes alguien dibujó con una tiza una ventana. Quedo absorto ante esta metáfora de libertad.

Mis compañeros me proveen de lo necesario, además de una colchoneta y vajilla. Luego me comentan sobre sus experiencias como prisioneros.
“Una vez por día, durante la mañana, nos sacan a tomar fresco a un patio rodeado por alambres de púas”- revela un camarada.
“Sí, a ese patio lo llamamos la pingüinera”- agrega otro. Sonreímos, burlándonos de nuestra propia suerte.

Las horas pasan lentamente como si estuvieran desperezándose.
Llega el momento de cenar, formamos fila frente a unos tachos de racionamiento con comida caliente y jarros con agua.

Durante la tarde del segundo día de hacinamiento, un oficial inglés llama a un camarada y le dice que prepare sus “bártulos” porque lo vendrán a buscar.
¿Dónde lo llevarán?, ¿por qué?- nos preguntamos. No tenemos respuesta. Entre nosotros crece la inseguridad, coincidimos en que si vienen a buscar a otro deberá dejar como señal de bienestar, una hoja blanca sobre una piedra que hay en la pingüinera.
El próximo que vienen a buscar es al Mayor Viñals. Al día siguiente lo “dejan tomar fresco” y cumple con lo acordado. Nos tranquiliza saber que se encuentra bien.

Los días se suceden, aciagos, plenos de incertidumbre porque seguimos sin saber nada sobre nuestro destino.
Comienza a correr el rumor que nos llevarán a la Isla Ascensión en la que permaneceremos once años según lo indica la Convención de Ginebra debido a que nuestros gobernantes aún no firmaron la rendición.

El viento suena como nuestro propio lamento deprimente.
Estamos a fines de junio.
Nos trasladan, en grupos y con helicópteros, a un barco anclado en medio de la Bahía San Carlos. Es el San Edmund, un Ferry que trajo la tropa inglesa. Somos requisados, nos tratan con desagrado debido a que a dos de los nuestros le encuentran, en sus bolsos, un fusil FAL desarmado.

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Nos trasladan hacia los camarotes con cuchetas para dos personas pero en grupos de a tres. Esto implica que debemos turnarnos para dormir en ellas; uno de nosotros deberá hacerlo en el piso.

Frente a los camarotes están los baños, no de ellos sirve para ducharnos. Después de un mes sin bañarme siento que el agua no sólo arrastra la mugre de mi cuerpo sino también la de mi alma. Me siento reconfortado.

Dos veces por día subimos al restaurante para ingerir una salchicha y un pote de té con leche y cereales, además, podemos fumar un cigarrillo.
El desayuno debemos tomarlo en el camarote, nos sirven un jarro de té y cuatro galletitas con proteínas. Si bien la comida no es abundante, nos mantiene alimentados.

El tiempo pasa lentamente…
Las posibilidades que se barajan sobre nuestros destinos, se mueven como un péndulo entre dos posibilidades: que nos lleven a Ascensión o a Inglaterra.
Nos tranquiliza la presencia del Capellán de la Fuerza Aérea Argentina, quien tuvo la generosa actitud de pedirles a los ingleses que lo dejaran con nosotros en vez de volver a Argentina. El camina libremente por el barco proporcionándonos ayuda espiritual además de acercarnos víveres que nos pertenecen y están encajonados en un depósito. Los ingleses no se atreven a probar nada porque piensan que los alimentos pueden estar envenenados.
Saboreo como al mejor de los manjares un “cacho” de dulce de membrillo.

El cura nos consigue algún libro y diarios ingleses que leemos como si fueran obras maestras. Esta es una buena terapia para alejarnos de la depresión, rescato un pedazo de la novela “El pájaro canta hasta morir”.

Pasaron diez días, en las primeras horas de la mañana escuchamos el ruido de los motores. Comenzamos a navegar, supongo que con rumbo “este”.
¿Hacia dónde vamos?, ¿Será Europa nuestro nuevo destino?, Como en un “sube y baja” volvemos a dar de bruces sobre la aplastante duda.
Nos detenemos después de navegar durante una hora, por el ojo de buey alcanzo a ver a otro barco que nos abastece de agua y combustible.

Después del mediodía, a la entrada de un pasillo vemos a hombres que están sentados frente a una mesa. Nos piden que nos acerquemos en orden, al llegar a ellos nos entregan ocho libras esterlinas a cada uno de nosotros como prisioneros de guerra según lo establece la Convención de Ginebra.
No pueden mantenernos como rehenes pero los ingleses no tienen en claro si capitulamos o no.

Un Capitán de Corbeta inglés que habla perfectamente el “porteño” porque, según nos comenta, vivió su infancia y adolescencia en Buenos Aires, nos hace saber que se siente sorprendido por el “atrevimiento” que tuvimos al “retar” a una potencia militar y que está sorprendido por el coraje que demostró la Fuerza Aérea Argentina, al hacerles pasar muy malos momentos cuando atacamos a sus barcos.
Además, nos informa que no pueden hacernos regresar a nuestro país porque las autoridades argentinas no quieren comunicarse con ellos para gestionar nuestro retorno. Siento un gusto amargo en mi boca, prefiero no creerle.

El atardecer del 13 de julio se nos presenta nubloso.
Otra vez, el ronroneo de los motores nos anuncia que estamos navegando. Avizoro, por el ojo de buey, que vamos hacia el oeste, ¡Rumbo a casa!- me digo.

El viento arrecia. De a ratos deja de soplar como si estuviera tomando nuevas fuerzas para continuar. Las olas toman un aspecto taimado: tiemblan, aletean, se revuelcan, sisean cada vez más fuerte. El temporal las desmenuza.

¡Qué nochecita!…. me mareo, respiro hondo, el tórax se me llena de aire. Juego con la idea de que pronto estaré en tierra firme y me aplaco.

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Son las ocho de la mañana del 14 de julio, llegamos a Puerto Madryn, los lugareños miran con curiosidad al barco inglés.
A los prisioneros de la Fuerza Aérea nos llevan al Aeropuerto, allí nos espera un Boeing 707 que nos llevará hasta Comodoro Rivadavia.
Ya en tierra, hablo por teléfono a mi familia para tranquilizarla, previamente debo firmar en un formulario de llamadas de larga distancia para que puedan descontarme el pago de la misma al mes siguiente.

Después del almuerzo tenemos que esperar que el Comandante organice nuestro regreso a Buenos Aires, llegando a Ezeiza a las 20 horas y nos homenajean con un “acto”.
Un avión Guaraní viene a buscar a un prisionero que vive en Tandil,  aprovecho la ocasión para pedirles que me lleven hasta Mar del Plata y viajo junto a un Suboficial.
Somos los únicos prisioneros de guerra que quedamos, arribamos a la Base Aérea Mar del Plata a las 22 hs. ¡No quepo en mí. Ya estoy viajando rumbo a casa!.

No tengo palabras para describir el encuentro con mi familia, reímos, lloramos. Tratamos de disimular todo lo vivido como si nada importante hubiera pasado. Nuestra delgadez es el único referente que marca un tiempo de zozobra.

Después de tomarme unos días de licencia, volví a mi trabajo como si nada importante me hubiera pasado. Todo había cambiado para no cambiar nada…
En general me quedan buenos recuerdos y los malos trato de olvidarlos.
Me enorgullece haber sido parte de un grupo de hombres valerosos: el Teniente Reyes, el Suboficial Alasino, el Suboficial Cardozo, el Cabo Primero Bartis, el Cabo Primero Canessini y los soldados Viano, Orozco, Olave, Riccilo, Pizarro y a la totalidad de los artilleros de la FAA.

El 25 de mayo, aviones chilenos incursionaron sobre el espacio aéreo de la Provincia de Santa Cruz. En ese momento, el Jefe de la Fuerza Aérea ordenó el despliegue al Sur de nuestra Artillería Antiaérea de Mar del Plata.
Inmediatamente concurrimos a la Base Aérea, nos prepararnos para cumplir la orden, nuevamente volvía a despedirme de mi familia. Cuando ya estábamos preparados, a la espera de los aviones que vendrían a buscarnos, nos comunicaron que la “operación” de había suspendido.

En honor a los soldados que tuve el orgullo de comandar, deseo transcribir las palabras del Sr. Brigadier Castellano, nuestro jefe en MIV:
“AQUÍ QUISIERA DESTACAR LA PRESENCIA DE LOS SOLDADOS AERONAUTICOS, QUE TAN VALIENTEMENTE INTEGRARON DOTACIONES DE LAS PIEZAS DE ARTILLERIA ANTIAEREA, LOS CUALES, AQUEL HISTORICO PRIMERO DE MAYO, DESDE SU HUMILDE PUESTO DE COMBATE, TUVIERON EL PRIVILEGIO Y EL HONOR DE COMPARTIR EL BAUTISMO DE FUEGO DE LAS ALAS DE LA PATRIA Y QUE EN UN DERROCHE DE CORAJE Y PATRIOTISMO, LUCHARON CODO A CODO AL LADO DE SUS SUPERIORES, TRATANDO DE FRENAR LOS EMBATES DEL INVASOR QUE LOS ACOSO POR TIERRA, MAR Y AIRE”.

24 antia

Elementos encontrados a 30 años de la guerra en las trincheras del Aeropuerto.

En esta tarde en la que las nubes parecen filigranas que embellecen el azul celeste transparente del cielo, junto a Maiorano, desatamos los nudos del tiempo para detenernos en una escala de la vida, maestra sin diploma.
Logramos convocar a las palabras que permanecían silenciosas como marionetas y las expusimos a nuestro arbitrio. Con ellas construimos puentes que acortaron distancias.

Lo importante de esta charla es que Hugo inscribe la paz sobre la guerra y ve el sol en medio de la tormenta, vulnerando las fronteras de la indiferencia para mover el oleaje de la esperanza.

Antes de despedirnos, me muestra la novela “El pájaro canta hasta morir”. No pude quedarme con la intriga de saber cómo terminaba, me dice.

No puedo dejar de esbozar una sonrisa.

Relato Hugo Alberto Maiorano (Mayor- Jefe de la Artillería Antiaérea de la Fuerza Aérea)
Libro “Recuerdos de Guerra” de Rosarina Antonia Guarini

Luis Satini

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