Donadille: “Esos son de los míos”

21 de Mayo de 1982

Ayer recibí una encomienda de casa, con cartas, una bufanda y chocolates; las cartas, especialmente las de mis hijos, me emocionan cada vez más (Es muy grande la ternura y el apoyo a su padre que de ellas se desprende. Mi hija mayor me recomienda que les “acomode” lo mejor posible las bombas a los ingleses).
No dejo que el resto de mis camaradas se dén cuenta del efecto que me hacía la correspondencia, generalmente las leo a solas y una sola vez.
Con respecto a los chocolates, el destino quiso que los pruebe muchos días después y en el lugar de donde salieron, mi hogar.
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Hoy, 21 de Mayo, en nuestra Base de Operaciones amaneció con el cielo limpio y un sol brillante.
Yo debía mantenerme en alerta para una probable cobertura aérea (cubrir a otros aviones que ataquen) como Jefe de Sección (dos aviones).

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Apenas ingresados a la Sala de Pilotos, recibimos la noticia de que los ingleses estaban desembarcando en la Isla Soledad, dentro de la Bahía San Carlos, que da al estrecho del mismo nombre.
Debimos cargar inmediatamente todos los aviones con bombas a fin de atacar a los navíos “piratas”.
Hubo una gran confusión inicial, corridas, herramientas que no se encuentran, órdenes, nervios, etc. una nube de mecánicos y armeros pululaba entre los aviones.

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Dos escuadrillas de tres aviones cada una iniciaron sus preparativos para el despegue, de acuerdo a una “orden fragmentaria” emanada de la F.A.S. (Fuerza Aérea Sur), responsable de la planificación de las misiones operativas. Yo debía salir en la segunda “oleada”, por lo que colaboré con los de la primera.
Despegaron, un nudo en el estómago y la espera de los que salieron y mi hora.
Tiempo después los tuvimos en la pantalla del radar, volvían todos. Aterrizaron, comentaban sus experiencias a los gritos, con los nervios todavía tensos como una cuerda de guitarra:

—”El fuego antiaéreo era infernal”, “San Carlos está saturado de buques”, etc, etc.

Indudablemente estábamos ante un desembarco con todas las reglas, pues habían visto más de diez navíos.
Mientras repasaban los aviones, (dos estaban bastante agujereados), me preparé junto con el Mayor Piuma y el 1er. Ten. Senn para salir (Este último fue alumno mío y yo le enseñé a volar).

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Absorbíamos toda la información tratando de no olvidarnos nada, pues un piloto en misión de combate no debe llevar nada que en caso de eyección sirva como información al enemigo, frecuencias, tipos de formación, armamento, meteorología en ruta, zonas de eyección, todo confiada a nuestra memoria. Nos colocamos nuestros pesados equipos (ropa interior de lana, pullover, antiexposición para sobrevivir en el agua, botas de vuelo, anti-G para soportar las tremendas aceleraciones, chaleco salvavidas, equipo de supervivencia, arneses, campera de vuelo, casco, el toque personal en mi caso de una gruesa bufanda con los colores del Grupo Aéreo.

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Cierro mi cúpula, quedo aislado del mundo exterior y del viento helado, inmerso solamente en mi universo de indicadores, comandos, palanca, instrumentos e interruptores, que comienzan a cobrar vida a través de mis manos.

Por los auriculares de mi casco llega la voz nasal, deformada por la máscara de oxígeno del Nº 3 de mi escuadrilla:

– “Ratón 3″ listo para la puesta en marcha”.

No escucho al 2, el tiempo apremia, recuerdo respetar los horarios. . .¡Al diablo! si no está listo, se queda y doy la orden de poner en marcha de inmediato. Entre el silbido de las turbinas escucho al 2 remolón que me pide que los espere. (Evidentemente no quiere perderse la misión por nada del mundo).

Como la otra escuadrilla ya está lista le digo que salga primero para cumplir el horario de entrada al blanco.

Una vez que tomamos suficiente velocidad de sustentación, tras haber despegado angustiosamente en los últimos metros de pista, dejamos atrás la costa con sus gaviotas y nos adentramos en el mar.

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La voz impersonal del radar me confirma que estoy en el rumbo correcto. El buen tiempo también queda atrás, al frente observo gruesos nubarrones. Descendemos, con nuestros aviones a diez metros de altura sobre el agua y a ochocientos kilómetros por hora, las olas perladas de espuma y de un color azul plomizo tienen un aspecto amenazante.

-“¡Atento a la izquierda, ahí están los cascotes!” -(primeros islotes)-, me avisa el 3.

Efectivamente, entre una capa de stratus (nubes bajas) y deformadas por una tenue llovizna aparecen las pequeñas islas que nos sirven de referencia, estamos adelantados veinte segundos y algo desviados.
Minutos después estamos sobre la Gran Malvina; el tiempo empeora, la llovizna ya es lluvia y la visibilidad en algunos tramos disminuye en forma alarmante, lo que me hace temer por la zona montañosa y nuestro vuelo bajo. Con un vistazo a ambos lados veo a los numerales balanceándose a mi misma altura.

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— “A tres minutos del blanco”, -les aviso.

— “¡Acelerando, ya!” -y coloco mi acelerador hacia adelante sin conectar la post combustión (potencia adicional).

Nos deslizamos cada vez más rápido, sobre un terreno ondulado y amarillento, enmarcado de cerros y bajo una luminosidad gris oscura, proveniente de un cielo sombrío y encapotado.
A un minuto y medio;… mis músculos se contraen mientras instintivamente me inclino hacia adelante en mi pequeña cabina, concentrándome en la mira de tiro, que a través de sus signos luminosos me muestra el suelo peligrosamente cercano.

Si salgo bien no necesitaré hacer virajes y daremos una ventaja menos. ¡¡¡Atento, avión a la derecha!!!”, me sobresalta la voz alterada del 3.

A un costado, con el mismo rumbo, pero 300 metros más alto veo la silueta de un Sea Harrier. Presiento a otro detrás nuestro (En realidad estimo que fueron más de cuatro los que nos interceptaron). Casi al mismo tiempo el Inglés nos vio y viró picando hacia nosotros.

-¡Eyectar cargas y virar por derecha! ordené enfrentándolo.

Uno de mis hombres duda, repito la orden, ahora sí caen sus cargas externas (bombas y tanques), mientras su avión aliviado salta hacia adelante, cruzándose en mi línea de tiro, luego sale de ella.

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El Británico mantiene un rumbo convergente al mío y una suave picada. Tanto peor. . ., comienzo a disparar desde unos setecientos metros de distancia, pienso que las llamaradas de mis cañones lo asustan pues bruscamente pica hacia el terreno; mis disparos le pasan por arriba, perdiéndose en el vacío. Inclino las alas y con una picada al timón, trato de bajar la nariz de mi avión para evitar que mi blanco se escurra por debajo. Comienzo a tirar de nuevo esperando que el Harrier se “coma” algunos de mis proyectiles.

-¡Atento al suelo que se acerca rápidamente!.

Veo pasar bajo mi vientre un largo fuselaje azul marino, enmarcado por dos gruesas tomas de aire de donde nacen dos cortas y anchas alas en flecha. Palanca al estómago ¡ojo con la patinada! mientras siento que la aceleración me aplasta contra el asiento, y el traje me oprime el vientre y las piernas. Veo por mi izquierda pasar a uno de mis numerales como una exhalación en un viraje muy cerrado y a nivel.

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Invierto el avión, quedando cabeza abajo y lo veo alejarse con las toberas al rojo vivo por la post combustión.
Un ruido seco y no muy fuerte (Como quien rompe una bolsa de papel inflada) e instantáneamente mi avión se enloquece apuntando al cielo, luego se inicia un tremendo movimiento oscilatorio de nariz, hacia arriba y hacia abajo, que por momentos me aplasta contra el asiento o me deja flotando entre la basura que se levanta del piso.
De pronto, inicia un rapidísimo tonel en vuelo paralelo al piso (Increíblemente vienen a mi mente las épocas en que pertenecía a la Escuadrilla de Acrobacia de la Escuela de Aviación Militar).
La palanca de comandos está floja, sin vida.
Ante la cercanía del suelo, la situación y velocidad, pensé que había llegado el fin de mis días en la tierra y me invadió un gran cansancio, pero inmediatamente sobrevino una rebelión interior y accioné la palanca de eyección inferior.
Una vez más el buen Dios me protegió y salí en momentos en que mi avión no apuntaba hacia abajo.

Se abrió el paracaídas y en segundos estaba tocando en forma no muy elegante la Gran Malvina.
Agradecí al Señor, pues salvo la visión que por la velocidad con que había saltado estaba muy afectada, escondí el paracaídas y me alejé del lugar, mientras escuchaba a los cañones de mi avión, caído a unos trescientos metros, que se disparaban solos.

Esperando a un Harrier que me buscaba, caminé medio congelado durante una hora y cuarto siguiendo una línea de postes telegráficos, mientras rezaba a la Virgen María y a su Hijo, agradeciendo el estar aún con vida.

Encontré un viejo arado, rompí un portón, saqué dos tablas largas y armé un pequeño refugio para aislarme de la humedad pues ya anochecía. Llené una bolsa de arpillera que estaba junto al arado con pasto y me preparé a pasar la noche más larga de mi vida. Y verdaderamente lo fue. . ., sería mucho escribir el relatar todo lo que pasó por mi mente esa noche, pensé en mis hijos y mi señora, a quién faltaban diez días para entrar en la fecha de nacimiento de nuestro sexto hijo (Ana Paula nació el 17 de Junio), sobre el destino de mis compañeros de Escuadrilla y los que quedaron en la Base, la cual parecía tremendamente lejana ahora y en el frío. . . un frío tremendo que me parecía venía a oleadas, el cual me impidió dormir en esas interminables horas y a la vez brindar un sonoro concierto de entrechocar de dientes en ese solitario paraje.

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Pero estaba lúcido y bastante entero, sabía en donde me encontraba, y el terreno que pisaba; tenía una gran confianza en Dios y en mí (¡algo tenía que poner yo también!). Además a pesar de que mi situación no era muy envidiable, me reconfortaba el reflejo de incendios que intermitentemente observaba en la panza de los “stratus bajos” (nubes), del otro lado de la montaña que marcan el inicio del estrecho San Carlos, pues sabía que ahí únicamente había barcos ingleses; Dios me perdone pero sin tener nada en contra de los ingleses como personas, estaba contento porque esos reflejos que cambiaban de intensidad me indicaban que gracias a mi Fuerza Aérea, la reina tenía menos súbditos y material de guerra.

Junto con la claridad se disiparon mis dudas sobre si me podría levantar o no por algún problema en la espalda o cintura pues no tuve mayores inconvenientes en pararme. En aras de la brevedad, ese día caminé unos veinticinco kilómetros a brújula y guiándome por mi memoria y conocimiento de la geografía de la isla, llegando por fin alrededor de las tres de la tarde a Puerto Howard, .en donde había un regimiento de nuestro Ejército.

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Más muerto que vivo por el cansancio y con principio de deshidratación, pero bastante entero en el resto, me animaba el hecho que podría enterar a mi familia y camaradas de que todavía no había pasado a ser solamente un recuerdo en esta tierra.
Sentí una gran emoción en la formación del 25 de mayo en Puerto Howard, y gran orgullo también pues en el momento que se celebraba ésta, pasaron dos Dagger “más bajo que las piedras” y a máxima velocidad; orgullo repito pues le señalé a mis camaradas presentes:

“Esos son de los míos”.

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Luego de varias peripecias más, que conjuntamente con otros argentinos metidos en el tema tuvimos que sortear, algunas de ellas por demás interesantes, conseguí cruzar a Puerto Argentino cinco días después.
Casi a fin de mayo, pude volver al continente, lleno de orgullo por mi Fuerza, pues verdaderamente presencié lo que estaba haciendo y había hecho durante el conflicto, no sólo por parte de los aviadores, sino también por todo el resto del personal de Oficiales, Suboficiales y Soldados, que dieron más que algo por la Patria.

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Relato: Capitán Donadille – Piloto de Mirage V “Dagger”

Luis Satini

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