El poderoso A-4B Skyhawk se salió de la pista en RÃo Gallegos y terminó entre los pastizales.
El “Gordoâ€, como todos llamaban al rosarino Alfredo Jorge Vázquez, logró aterrizar sin ver prácticamente nada.
El parabrisas del cazabombardero estaba cubierto por sal cristalizada. HabÃa volado a muy pocos metros del mar para evitar el fuego enemigo, el mismo que derribó a sus otros tres compañeros de escuadrilla.
Jorge los vio morir y estaba shockeado. Sólo él habÃa regresado de la misión. A los pocos dÃas, volvió a volar a unos 800 kilómetros por hora y a no más de dos metros del mar con rumbo a Malvinas.
Esa vez los misiles británicos le dieron de lleno y el heroico halcón rosarino se quedó para siempre en las islas.
TenÃa 24 años y un coraje descomunal.
La tarde está muy apacible en barrio Cura. Mónica abre la puerta e invita a pasar a la casa en la que ella y sus dos hermanos, Jorge (en la familia lo llamaban por su segundo nombre) y Fabián, vivieron toda su infancia. Enfrente suenan los gritos de los pibes que practican fútbol en las canchitas de Provincial, el club en el que el “Gordo†la rompió nadando a fines de los ‘60.
La casa familiar es hoy todo un museo.
Doña Nélida, la mamá de Jorge, atesoró cada foto, recuerdo, medalla y las fue colocando prolijamente en las paredes. Allà fueron muy felices, asegura Mónica, y admite lo durÃsimo que fue sobreponerse a la muerte de su hermano en Malvinas.
Una ausencia que con el tiempo terminó apagando las vidas de Nélida y Don Alfredo, un comerciante de la tÃpica clase media que un dÃa entendió que a su hijo le fascinaban los aviones y aceptó que se fuera a la Escuela de Aviación Militar a cumplir su sueño.
Deportista, amante del folclore, los amigos y la historia, Jorge habÃa sido desde chico muy compinche con su hermana, la mayor de los tres.
El club del barrio fue testigo de su destreza en la natación y los colegios de la zona también lo tuvieron de alumno, ya que pasó por las aulas de la escuela Padre Cantilo y República del LÃbano, para emigrar luego al Superior de Comercio en la etapa del secundario.
“De repente, un dÃa, cuando tenÃa unos 16, empezó a juntar imágenes de aviones. Estaba obsesionado con ellos. TenÃa una carpeta donde guardaba fotos y todo lo que tuviera que ver con esoâ€, recuerda Mónica sentada en el living de la casa que su padre levantó ladrillo a ladrillo.
A unos metros, sobre un piano que tocaban con Jorge “a cuatro manosâ€, está la guitarra del “Gordoâ€. “Mamá nos mandaba a todo: piano, guitarra, deportes…â€, dice entre risas.
La guitarra ya lo habÃa acercado al folclore, estilo musical que le encantaba, como la historia, materia que hasta lo convirtió en improvisado profesor particular de los chicos del barrio.
Para ese entonces la locura por los aviones ya habÃa crecido demasiado. En la familia no habÃa ningún piloto, pero Jorge habÃa sentido el llamado de su vocación.
QuerÃa volar, ese era su sueño y un caluroso 2 de febrero de 1976 se tomó el tren en la Estación Rosario Oeste y se fue a rendir a Córdoba, donde está la Escuela de Aviación.
La carrera
Atrás habÃa quedado el Superior de Comercio. Y la natación le habÃa impedido irse a Bariloche con sus amigos. “Estaba federado, ya nadaba para Newell’s (a pesar de ser hincha de Central) y justo tuvo que participar de un torneoâ€, recuerda Mónica.
El examen de ingreso en la Escuela de Aviación fue un éxito, como su carrera. TenÃa 18 años y empezaba a desandar el camino que más le gustaba: entre las nubes, piloteando un avión de combate.
Egresó como alférez en 1979 y lo destinaron a la Base Aérea de Mendoza. TenÃa 23 años y empezaba a demostrar que estaba destinado a ser parte de esa elite de la Fuerza Aérea que accede a los comandos de un cazabombardero.
Un año después, ya en la Base de Villa Reynolds (San Luis), abrazó el sueño que empezó a acunar a los 16 y fue habilitado como piloto de combate del avión Douglas A4-B Skyhawk, una poderosa nave diseñada en los años ‘50 en Estados Unidos.
CorrÃa el año 81, nadie imaginaba el conflicto bélico que se avecinaba y Jorge disfrutaba de su flamante adquisición: un Ami 8 con el que unÃa Villa Reynolds con Rosario cada vez que podÃa escaparse para visitar a la familia y en cuyo estéreo descollaban los casettes de una variada discografÃa: Rimoldi Fraga, José Luis Perales y Abba.
“La última vez que vino, para mà que presintió lo que le iba a pasar. Quiso visitar a toda la familia y no paró hasta despedirse de una prima que no la habÃa podido encontrarâ€, recuerda Mónica.
“Me regaló su medallita (en realidad habla de la placa identificatoria con nombre y apellido que llevan los pilotos colgando del cuello y en el que figura nombre y DNI) y se fueâ€.
Era un 28 de marzo de 1982. El “Gordo†se subió al Ami 8 y regresó a San Luis. La guerra ya estaba en ciernes.
El vuelo del guerrero
Desatado el conflicto con Gran Bretaña, los integrantes de la V Brigada Aérea de Caza fueron destinados a RÃo Gallegos. Desde allà partieron los A-4 B con destino a Malvinas, reabastecimiento en vuelo mediante, a batirse en duelo con las fragatas inglesas y los poderosos Sea Harrier que los interceptaban en combates aire-aire.
Cada misión era altamente riesgosa. HabÃa que volar muy bajo para no ser detectados por los radares, lanzar las bombas contra los buques enemigos y después evitar los misiles y el nutrido fuego antiaéreo.
El domingo 6 de junio sonó el teléfono en la casa de los Vázquez. Era el “Gordoâ€, hablaba desde RÃo Gallegos, donde esperaba por su próxima misión.
Mónica no pudo hablar. “Me habÃa ido a misa con una fotito de él a pedir que no le pasara nada. Me enojé mucho tiempo con Dios por eso, la última vez que habló mi hermano yo no pude escuchar su vozâ€, dice hoy, más de treinta años después pero con la misma amargura de entonces.
Dos dÃas después Jorge se subió a su A-4B y partió a su última misión. La historia oficial dijo que luego de atacar y hundir al lanchón de desembarco “Foxtrot†y en carrera de escape fue derribado por un misil Sidewinder lanzado desde un Sea Harrier posicionado sobre él, destruyendo su avión sin posibilidades de eyección.
Hay un viejo dicho popular que reza que los pilotos no mueren, sólo vuelan más alto.
El heroico Halcón rosarino emprendió ese dÃa un vuelo eterno.
Y asÃ, el pibe de barrio Cura enamorado de los aviones se convirtió en leyenda y ejemplo.
De esos que vale la pena conocer.
Por Diego Veiga / La Capital
Luis Satini
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