A 34 años de la desaparición física de nuestro Héroe Nacional, queremos recordarlo en todas sus facetas.
Desde sus pasos por Tres Arroyos, sus anécdotas por la EAM, sus viajes en ómnibus o automóvil, su responsabilidad como soldado, su amor por la Fuerza Aérea y su entrega a la Patria.
En una entrevista exclusiva a su mejor amigo, Martín Rolando, Luis Satini nos muestra en unas pocas líneas al ser humano, al excelente oficial y por sobre todo, el cumplimiento de su juramento que lo transforma en Héroe: -Ante el pueblo de la Nación, ante vuestros superiores y ante Dios nuestro señor ¿juráis a la Patria seguir constantemente su bandera y defenderla hasta perder la vida? – SÍ, JURO!!!.
A Ricardo lo conocí en el Colegio Nacional; él estaba en 5º cuando yo ingresé. Futboleros ambos, jugábamos con frecuencia curso contra curso en Costa Sud, los sábados por la mañana.
En una oportunidad mi equipo estaba jugando y él con sus compañeros esperando turno al borde de la cancha. Un rival me quita la pelota con relativa facilidad, y escucho al Volpi que me increpa: “¡al futbol se lo juega con garra, o no se juega!…” Herido profundamente en mi autoestima, recordé bien sus palabras para el partido siguiente. Su “arenga” y mi consiguiente cambio de actitud me costó la fractura del antebrazo izquierdo y 60 días de yeso…
Años después, ya en la Escuela de Aviación Militar de Córdoba, nos juntamos en un partido de fútbol, una tarde de fin de semana, pero en equipos contrarios. Los dos privados de salida por alguna razón ya olvidada… Cuando el desarrollo del juego me lo permitió, lo “crucé fuerte”, un foul alevoso. Ricardo se desparramó en el campo, mientras yo le decía “…esta me la debías; decime que ponga garra ahora…”. Mi revancha me costó pagar las consumiciones de ambos en la cantina del casino de cadetes de todo el fin de semana.
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En la Escuela, él cursaba un año superior al mío. Con los hermanos García éramos cuatro los tresarroyenses. Las respectivas familias, en Tres Arroyos, mantenían una buena comunicación y amistad. Tres veces al año teníamos licencia –Semana Santa, invierno, y estival en enero – y era en esta última cuando Ricardo aprovechaba para trabajar en la cosecha, en el campo de la familia Cánepa.
En la Escuela de Aviación tenía fama de seductor y aventurero, sus relatos acerca de las “faenas” campestres realizadas durante la licencia, invariablemente terminaban en un comentario de sus andanzas con el sexo opuesto. Por alguna razón que ignoro siempre mencionaba a “las dinamarquesas de Orense” (¿llegaría hasta allí cosechando?). Recuerdo que una vez, un compañero de Ricardo me preguntó si en Orense las mujeres son todas rubias y de ojos claros…
“Hazte la fama y échate a dormir” dice el refrán. Algo me consta. Cuando teníamos licencia viajábamos en ómnibus desde Córdoba hasta Bahía Blanca y allí combinábamos a Tres Arroyos, o también Córdoba – Azul y nueva combinación; de cualquier modo el viaje total duraba una 20 o 22 horas. En uno de estos viajes advertí, que una compañera ocasional de asiento, estuvo horas escuchando ensimismada a Ricardo…Yo, desde un asiento posterior, presté atención a lo que él decía y que provocaba tal atención en la chica… ¡le hablaba de aviones y de vuelo! (“Manual de técnicas de seducción” por Héctor Ricardo Volponi).
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“Hice una apuesta por vos”, me dijo Ricardo un día. “Jugué una cena a mi compañero Russo que vos sacás mejores notas que tu compañero Santini”. Una apuesta de fuerte contenido local, ya que Russo y Santini eran de Concordia y se enfrentarían a los tresarroyenses.
A partir de ese momento ambos apostadores visitaron con frecuencia mi aula donde se exhibía un panel conteniendo las notas parciales –anticipo del resultado final, el promedio general que determinaría al ganador – Eso sí, el Volpi era jerárquicamente superior a mí y ya me adelantaba, que si perdía la apuesta yo “me arrastraría por el campo hasta Tres Arroyos por lo menos…”. Me sentía condenado sin juicio previo, ya que a Santini no le ganaba ni estudiando el doble. Y así fue, pasaron los exámenes finales y el compañero de Ricardo se deleitaba buscando el mejor restaurant de Córdoba.
Le ofrecí a Ricardo contribuir con el pago de la cena que había perdido, pero se negó. “La apuesta la hice yo” – me dijo – “pero vos…vas a arrastrarte hasta el infinito…”
No cumplió. A Tres Arroyos llegamos en ómnibus.
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Casi ningún cadete de la Escuela de Aviación tenía auto propio, pero Ricardo fue una excepción. En cuarto año y próximo a su egreso piloteaba su Valiant IV, con mecánica de Volponi padre. No era un TC pero se le aproximaba. En ruta el motor era un violín, lo que comprobé en un par de viajes Córdoba-Tres Arroyos que hicimos juntos.
El Volpi era “fierrero” y tomaba esos viajes como una carrera que hubiera corrido su padre. Partíamos de Córdoba a la tarde. Ricardo hacía el “Plan de vuelo”: ruta 36 hasta Río Cuarto, ruta 35 hasta Bahía Blanca cruzando La Pampa, y etapa final sobre la 3. Cambio de conductor en Río Cuarto, Santa Rosa y Bahía Blanca. Pero pretendía conducir como en un Gran Premio; el auto al medio de la ruta, paradas mínimas (sólo lo imprescindible para recargar combustible) y cambio de conductor sobre la marcha sin detenerse, aprovechando que el asiento delantero era enterizo. Tuve que convencerlo de que existían otras necesidades logísticas que requerían detenciones más prolongadas, como la reposición del agua caliente para el termo y estirar las piernas…
Recuerdo una noche durante mi “turno” al comando del Valiant. Etapa Río Cuarto-Santa Rosa. Ricardo se “echaba un sueñito” compensando lo no dormido la noche anterior, tal vez por despedirse de alguien… Combustible en Realicó, y ni se enteró de la detención. Pasamos Santa Rosa y lo dejé dormir a pesar de que en su “plan de vuelo” debía reemplazarme en la conducción. El Valiant se desplazaba raudo por el camino. Afuera…la nada! A las 2 o 3 de la mañana la oscuridad en los campos pampeanos era total. Ni una luz, y la ruta 35, una recta interminable sin tráfico. Ricardo dormía bien profundo y para entretenerme encendí la radio. El auto tenía un modelo a válvulas, de esas que requería esperar el calentamiento de los filamentos. Busqué alguna emisora…recorrí todo el dial en ambos sentidos, y nada…sólo el siseo de la estática. En eso la voz del Volpi que surge de la penumbra y me dice: “Es el sonido de los astros…o qué querés escuchar!”. En el dial iluminado leí la marca de la radio: “Astrophonic”. Miré a Ricardo: seguía durmiendo.
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Ricardo era un buen amigo. Mi pase a la VI Brigada Aérea en Tandil se produjo en el ’81, cuando él ya llevaba un año allí. Periódicamente nos desempeñábamos a cargo del servicio de seguridad de la Brigada, en turnos de 24 horas. La primera vez que realicé este servicio fue en su reemplazo. Normalmente el saliente se retiraba a descansar a su casa, ya que no se dormía durante esta guardia, y a todos nos urgía entregar el turno para dirigirnos lo antes posible al domicilio. En aquella oportunidad y sin que se lo pidiera, Ricardo me acompañó en una recorrida por toda la Brigada y sus aledaños, mostrándome los caminos internos, los puestos de guardia, instruyéndome acerca de las actividades que debía cumplir, y no se fue hasta estar convencido de que me había transmitido todo lo necesario para mi buen desempeño en el servicio. Llegó a su casa bien tarde sin importarle su cansancio.
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Además de buen amigo, Ricardo era generoso y desprendido.
Elemento característico de los uniformes de la Fuerza Aérea es el pañuelo para el cuello, de diseño y colores distintivos de cada Unidad. Da sentido de pertenencia y llevarlo es un orgullo, algo así como la camiseta de un club deportivo.
En la VI Brigada los pañuelos eran bienes escasos y codiciados. No los proveía la Fuerza sino que se confeccionaban en el ámbito local y por partidas limitadas, los recién llegados como yo teníamos que esperar su confección para adquirir uno a nuestro costo.
A poco de mi arribo a la Brigada, me designaron para hacerme cargo del apoyo logístico de una escuadrilla de aviones M-V Dagger que se trasladaría a Mendoza para realizar unas pruebas de armamento. Ricardo era uno de los pilotos seleccionados.
A bordo de un Hércules C-130 viajamos juntos a Mendoza con el apoyo técnico. El Volpi me miró y con sorpresa me dijo “¿Todavía no tenés el pañuelo? ¡Cómo vas a ir a otra base sin mostrar que sos de Tandil!” Acto seguido abrió su bolso, sacó un pañuelo nuevo y me lo regaló. “¡Te lo ponés ya y no te lo sacás ni para dormir!”
Sabiendo el valor de lo que me daba no quise aceptar en principio, pero Ricardo era muy insistente.
Ese pañuelo lo usé hasta el cansancio, hasta que la tela no soportó más. Todavía lo conservo. Recuerdo del Volpi.
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El 2 de Abril del 82 me encontró en la base logística de la Fuerza Aérea en Río Cuarto, interviniendo en la puesta a punto de un nuevo sistema de navegación y tiro para los aviones Dagger. Paradójicamente, la coordinación de las tareas estaba a cargo de una empresa inglesa. Ese mismo día nos replegaron a Tandil donde estaban en pleno desarrollo los preparativos para los despliegues de los Escuadrones Aereomóviles a las bases del Sur. Ricardo me adelanta que nos encontraríamos en Río Grande, el partió primero con los aviones y yo lo hice un par de días más tarde, en el último vuelo logístico y tras embarcar todo lo necesario para la operación.
El primer tiempo fue de adaptación al lugar, reconocimiento de la zona, prueba de distintas configuraciones de armamento y combustible en previsión de operaciones bélicas. Lo que finalmente ocurrió.
El 1° de mayo fuimos despertados anticipadamente, convocados a reunión urgente por el Jefe del Sector de Defensa Río Grande. Sin preámbulos nos comunicó el ataque inglés al aeropuerto de Puerto Argentino y a otras bases en las Islas, dando orden de alistar los aviones para despegar de inmediato en misiones de intercepción y defensa aérea. Esto significaba configurarlos con sus cañones de 30 mm y misiles de uso contra otros aviones.
Ricardo fue designado para la primera misión, secundando al Capitán Carlos Moreno. Recuerdo el despegue, casi de noche todavía. Costaba tomar conciencia de que esta vez, el empleo de nuestros medios de combate era “en serio” y –al menos en mi caso- no dudaba de que en poco más de una hora los tendríamos de regreso a los dos, habida cuenta de que ambos pilotos habían adquirido buena fama en el entrenamiento del combate aéreo… aunque esta vez había un enemigo real enfrente.
Finalmente avistamos las luces del tren de aterrizaje encendidas anticipando el regreso de ambos aviones, que fueron recibidos con gran expectativa por conocer qué ocurría en el cielo de las Islas. Estacionan, apagan motores, abren las cabinas, descienden los pilotos y Ricardo, con evidente excitación se dirige al Cap. Moreno y le pregunta: “Señor, usted tiró un misil que me pasó cerca?” Ante la respuesta negativa, el rostro del Volpi se iluminó en una sonrisa mientras afirmaba:” ¡Entonces fueron los ingleses!”
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Comenzaron las bajas. El primer día, en la última misión realizada, uno de ellos no volvió. Como tampoco otros en otras bases. La guerra se mostraba como es: destruye.
Ricardo se caracterizaba por el buen humor. Siempre una sonrisa, un comentario alegre, dejando la impresión de que para él todo formaba parte del adiestramiento, de las vicisitudes de la profesión, de la vida misma.
Uno de nuestros pilotos fue derribado durante una misión y nada se sabía de él. Ni siquiera si había sido víctima de un ataque aéreo o un misil terrestre, si tuvo una falla en su avión, o si había impactado contra un obstáculo al volar a muy baja altura… sólo que no había regresado.
Un par de días más tarde, ingresando con Ricardo al edificio donde se encontraba la Sala de Operaciones escuchamos voces de júbilo. Preguntamos qué ocurría y al enterarnos de que el “Negro” Luna había sido rescatado con vida en un lugar de las Islas, pronunció él una frase espontánea que trascendió en toda la Base:
“¡Epa!… ¡Somos inmortales!”
Pero a pesar de su entereza y su buen humor, yo sabía que pasaba por momentos de nostalgia. Era cuando se acordaba de su familia; su esposa y su hija en Tandil, sus padres y demás familiares en Tres Arroyos. Y un hijo en camino, con plena conciencia de que tal vez no llegara a conocerlo.
Sin embargo, no lo vi flaquear en ningún momento. Jamás me reveló una preocupación, un miedo, una desesperanza. Su profesionalismo era encomiable, aun cuando la situación en el campo bélico no nos resultaba muy favorable y las probabilidades de éxito en las misiones que se ejecutaban eran para nada las deseables.
Algunas noches regresaba yo tarde al alojamiento, después de terminadas las tareas de mantenimiento y preparación de los aviones para las próximas misiones, y lo encontraba al Volpi acostado en su cucheta, iluminado por la tenue luz de una lamparita portátil, releyendo por enésima vez alguna carta de María Inés, su esposa, o de sus padres, tal vez con el consuelo de la esperanza de estar con ellos nuevamente…algún día.
“¿Todo bien?” me preguntaba. “¡Todo bien!” era mi acostumbrada respuesta. Después, algún breve comentario sobre Tres Arroyos y… toque de silencio.
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No somos inmortales, en eso no tuviste razón. Al menos, no en el orden temporal. Porque llegó el 23 de Mayo, el Estrecho San Carlos era un hervidero de buques ingleses y las misiones nuestras llegaban, atacaban con relativo éxito pero a costa de bajas significativas, humanas y materiales.
Momentos antes de despegar en la que sería su última misión, encontré a Ricardo colocándose el traje anti exposición, el cual a modo de ropa interior lo protegería en caso de una caída en el mar. Me preguntó por el estado de los aviones y algo más, pero recuerdo haberlo notado un poco más callado que de costumbre. ¿Intuía algo? ¿Nostalgia de la familia? ¿Preocupación por la posibilidad de no llegar a conocer a su hijo en gestación? De todos modos afloró su personalidad cuando me dijo, antes de colocarse el resto de su equipo de vuelo: “Martín, si algo me pasa, no alborotes el avispero en Tres Arroyos”. Con lo que quería significar que, si no volvía no me precipitara a comunicar nada al respecto, ni a mi familia ni menos a la suya.
¿Qué significaría para él “no volver”? ¿Exigencias del profesionalismo? ¿Gajes del oficio? O una manifestación más de su vocación?
Fui el último tresarroyense que habló con él.
Despegó formando una sección de dos aviones con el Jefe de Escuadrón, el Mayor Napoleón Martínez. Como siempre en esos casos comenzaba una tensa vigilia de una hora y media, tiempo que en promedio duraban las misiones. Transcurrido ese lapso, pregunté en Operaciones si el radar tenía contacto con los aviones en regreso, me respondieron que visualizaban sólo un eco. Minutos después, una solitaria luz de aterrizaje sobre el horizonte confirmó el hecho, volvía el My. Martínez. Apenas me vio, tras descender de su avión me dijo brevemente: “Lo bajaron a Volponi”.
Me parecía increíble pero tuve que resignarme a que no volviera, más cuando transcurrió el tiempo de vuelo que permitía la autonomía de su avión. Sin embargo, tenía la esperanza de que –como en otros casos- Ricardo hubiera podido eyectarse y ser rescatado con vida, sea por fuerzas propias o inglesas.
Dos días más tarde, muy temprano y como era mi costumbre, pasé por el centro de operaciones para interiorizarme de las últimas novedades, de la situación… Sobre una mesa leí el mensaje emitido por al Comando de la Fuerza Aérea Sur desde Comodoro Rivadavia, dirigido a una de nuestras bases en Malvinas con copia a nuestro Sector de Defensa en Río Grande: solicitaban la “identificación de los restos del avión C-437 encontrado en la Isla Borbón con su piloto fallecido…”
La esperanza se esfumó. Y Ricardo entró en la historia.
Comodoro (RE) Martin Rolando
Luis Satini
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