Vivencias de dos mendocinos al ataque del Invincible

Los Suboficiales Alberto Páez y Orlando Romero vivieron la guerra desde su puesto, en uno de los engranajes que tiene el equipo de la Fuerza Aérea Argentina.
Ellos nos cuentan en primera persona su experiencia y su tristeza por quienes no volvieron.

“Inglaterra nunca lo reconoció, pero las pérdidas ocasionadas cuando impactamos su buque Invencible fueron 70 veces mayores que las consecuencias de nuestros aviones bombardeados”, dice Alberto Páez. Y luego remata: “Fui parte de la historia, que tiene muchas versiones. Sólo me queda transmitirles lo que viví a los que vienen”.

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La experiencia que le dejó la Guerra de Malvinas hoy atraviesa su relato empañándole los ojos. No tiene otras pretensiones que la de pedir su retiro de la IV Brigada Aérea, dejándoles su historia viva a hijos y nietos.

Páez es Suboficial Mayor, y entre abril y junio de 1982 participó como armero en la Escuadrilla A4-C, que protagonizó el ataque al portaaviones inglés HMS Invincible (Invencible). Fue una de las acciones bélicas más ambiciosas que emprendió Argentina, comparable en su magnitud a las realizadas en la Segunda Guerra Mundial y a las emprendidas por Israel en 1967, durante la llamada Guerra de los Seis Días.

Se cumplieron más 30 años de aquella mañana de mayo cuando el mendocino Páez se convirtió en la última persona que despidió al jefe de escuadrilla, José Vázquez, también mendocino, y al teniente Omar Castillo, quienes murieron en combate.

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El último contacto terrestre

Estaban en puerto San Julián (Santa Cruz) y les informaron que serían conducidos a Río Grande (Tierra del Fuego) para preparar cuatro aviones A4-C enviados por la IV Brigada Aérea de Mendoza para una misión especial.

“Éramos cinco suboficiales los que nos subimos a un Learjet ejecutivo que nos llevaría hacia el Sur”, cuenta Páez, acompañado por Orlando Romero, un Suboficial que también estuvo en el operativo, aunque él integraba el área mecánica de los aviones.

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“La dificultad era que la maniobra implicaba dos reabastecimientos de combustible durante el trayecto, en pleno vuelo”, explica Páez. Y Romero agrega: “Por eso se eligieron los A4-C, no sólo por la potencia de su motor”.

Junto con las naves de la Fuerza Aérea –además de Vázquez y Castillo, las otras dos eran comandadas por el primer teniente Ernesto Ureta y el alférez Gerardo Isaac–, el operativo incluyó a dos Super Étendard de la Armada (uno llevaba el último misil Exocet y el otro hacía de soporte magnético) y dos Hércules KC-130, que serían los sostenes de combustible.

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“El ataque iba a hacerse el 29 porque era cuando más se acercaba el portaaviones a la isla y el radar allí instalado podía localizarlo, ante la falta de señales satelitales. Pero hubo desperfectos en las naves y se suspendió”, refiere en su testimonio Alberto.

Y luego explica que tanto Vázquez como Castillo, Ureta e Isaac participaron voluntariamente en la maniobra, sabiendo de las escasas posibilidades de volver.

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El día

Pasadas las 10 de ese día decisivo, y desde Río Gallegos, los primeros en volar fueron los aviones Hércules, dirigiéndose al punto de reabastecimiento. Los siguieron desde Río Grande los Super Étendard y, minutos después, los A4-C. “El portaaviones estaba descansando en una zona donde no había barcos custodiando. Nunca pensaron que nuestros aviones obsoletos los podían atacar de este a oeste acercándose tanto al objetivo en pleno océano”, cuenta Romero.

Y Alberto aclara que su función era acompañarlos hasta el último tramo antes del despegue, donde artillaba los cañones y dejaba listo el sistema de bombas. “Castillo estaba entusiasmado, confiaba en que la maniobra era posible”, recuerda.

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Una vez que el Étendard disparó el misil, los cuatro A-4C –Ureta e Isaac a la derecha, y Castillo y Vázquez a la izquierda– se lanzaron convergiendo casi en línea sobre la estela del misil. Los pilotos hicieron su vuelo sólo sincronizando relojes, evitando la conexión mediante radios que podrían ser detectados por los radares satelitales que Estados Unidos les había aportado a los ingleses.

La estela del misil guió a los aviones de la Fuerza Aérea, pero la defensa del portaaviones y sus escoltas fue inmediata cuando aquél impactó en el buque. Dieron primero contra Vázquez y luego contra Castillo.

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“No los esperen”

Alberto y Orlando tenían 23 años cuando fueron encomendados al conflicto bélico. “Por primera vez, después de que el operativo se puso en marcha, íbamos a comer algo caliente. Hacía 15 días que no nos bañábamos, porque las cañerías se habían congelado”, dice Páez sobre el almuerzo en el que del júbilo pasaron rápidamente a la desdicha y viceversa.

“Estábamos sentados y un primer teniente, en enlace técnico con Río Grande, nos dijo que regresaríamos rápidamente a San Julián. No entendíamos nada. Pensábamos que debíamos esperar a los pilotos para desarmar los aviones”, relata y abre los ojos Páez, como si estuviera reviviendo quizás el momento más desagradable de ese periplo. “‘No los esperen’, nos sugirió la misma voz, porque se sabía que ninguno de los cuatro sobreviviría”.

La defensa inglesa atacó los primeros A4-C vislumbrados. Los otros dos, al mando de Isaac y Ureta, bombardearon el buque y retornaron sorteando la barrera de fuego exitosamente.

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“‘Volvimos’, eso fue lo que dijeron los sobrevivientes antes de estallar en llanto”, termina el relato el armero, quien asegura que, dejando de lado el proceso político de esos años, volvería a defender a la Patria si así se lo pidieran.

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DiarioUno
Cecilia Osorio

Luis Satini

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